Santos Enero


2 de enero
San Basilio Magno y San Gregorio Nacianceno
Obispos y doctores de la Iglesia

Basilio nació en Cesarea de Capadocia el año 330, de una familia cristiana; hombre de gran cultura y virtud, comenzó a llevar vida eremítica, pero el año 370 fue elevado a la sede episcopal de su ciudad natal. Combatió a los arrianos; escri­bió excelentes obras y sobre todo reglas monásticas, que rigen aún hoy en muchos monasterios del Oriente. Fue gran bien­hechor de los pobres. Murió el día 1 de enero del año 379.

Gregorio nació el mismo año que Basilio, junto a Nacian­zo, y se desplazó a diversos lugares por razones de estudio. Siguió a su amigo Basilio en la vida solitaria, pero fue luego ordenado presbítero y obispo. El año 381 fue elegido obispo de Constantinopla, pero, debido a las divisiones existentes en aquella Iglesia, se retiró a Nacianzo donde murió el 25 de enero de 389 o 390. Fue llamado el teólogo, por la profundi­dad de su doctrina y el encanto de su elocuencia.

Como si una misma alma sustentase dos cuerpos
De los sermones de san Gregorio Nacianceno, obispo

Nos habíamos encontrado en Atenas, como la corrien­te de un mismo río que, desde el manantial patrio, nos había dispersado por las diversas regiones, arrastrados por el afán de aprender, y que, de nuevo, como si nos hubiésemos puesto de acuerdo, volvió a unirnos, sin duda porque así lo dispuso Dios.

En aquellas circunstancias, no me contentaba yo sólo con venerar y seguir a mi gran amigo Basilio, al advertir en él la gravedad de sus costumbres y la madurez y seriedad de sus palabras, sino que trataba de persuadir a los de­más, que todavía no lo conocían, a que le tuviesen esta misma admiración. En seguida empezó a ser tenido en gran estima por quienes conocían su fama y lo habían oído.

En consecuencia, ¿qué sucedió? Que fue casi el único, entre todos los estudiantes que se encontraban en Ate­nas, que sobrepasaba el nivel común y el único que había conseguido un honor mayor que el que parece corresponder a un principiante. Éste fue el preludio de nuestra amistad; ésta la chispa de nuestra intimidad; así fue como el mutuo amor prendió en nosotros.

Con el paso del tiempo, nos confesamos mutuamente nuestras ilusiones y que nuestro más profundo deseo era alcanzar la filosofía, y, ya para entonces, éramos el uno para el otro todo lo compañeros y amigos que nos era posible ser, de acuerdo siempre, aspirando a idén­ticos bienes y cultivando cada día más ferviente y más íntimamente nuestro recíproco deseo.

Nos movía un mismo deseo de saber, actitud que suele ocasionar profundas envidias, y, sin embargo, ca­recíamos de envidia; en cambio, teníamos en gran aprecio la emulación. Contendíamos entre nosotros, no para ver quién era el primero, sino para averiguar quién cedía al otro la primacía; cada uno de nosotros consi­deraba la gloria del otro como propia.

Parecía que teníamos una misma alma que sustentaba dos cuerpos. Y, si no hay que dar crédito en abso­luto a quienes dicen que todo se encuentra en todas las cosas, a nosotros hay que hacernos caso si decimos que cada uno se encontraba en el otro y junto al otro.

Una sola tarea y afán había para ambos, y era la virtud, así como vivir para las esperanzas futuras de tal modo que, aun antes de haber partido de esta vida, pudiese decirse que habíamos emigrado ya de ella. Ése fue el ideal que nos propusimos, y así tratábamos de dirigir nuestra vida y todas nuestras acciones, dóciles a la dirección del mandato divino, acuciándonos mu­tuamente en el empeño por la virtud; y, a no ser que decir esto vaya a parecer arrogante en exceso, éramos el uno para el otro la norma y regla con la que se discierne lo recto de lo torcido.

Y, así como otros tienen sobrenombres, o bien reci­bidos de sus padres, o bien suyos propios, o sea, adqui­ridos con los esfuerzos y orientación de su misma vida, para nosotros era maravilloso ser cristianos, y glorioso recibir este nombre.

Oración

Señor Dios, que te dignaste instruir a tu Iglesia con la vida y doctrina de san Basilio Magno y san Gregorio Nacianceno, haz que busquemos humildemente tu ver­dad y la vivamos fielmente en el amor. Por nuestro Señor Jesucristo.

7 de enero
San Raimundo de Peñafort
Presbítero

Nació hacia el año 1175, cerca de Barcelona. Fue primero canónigo de la Iglesia de Barcelona, después ingresó en la Orden de Predicadores. Por mandato del papa Gregorio IX, editó el corpus canónico de las Decretales. Elegido superior general de su Orden, la gobernó con sabiduría y prudencia. Entre sus escritos, destaca la Summa casuum, para la admi­nistración genuina y provechosa del sacramento de la peni­tencia. Murió en Barcelona el año 1275.

Que el Dios del amor y de la paz purifique vuestros corazones
De una carta de san Raimundo de Peñafort, presbítero

Si todos los que quieren vivir religiosamente en Cris­to Jesús han de sufrir persecuciones, como afirma aquel apóstol que es llamado el predicador de la verdad, no engañando, sino diciendo la verdad, a mí me parece que de esta norma general no se exceptúa sino aquel que no quiere llevar ya desde ahora una vida sobria, honra­da y religiosa.

Pero vosotros de ninguna forma debéis de ser conta­dos entre el número de éstos, cuyas casas se encuentran pacificadas, tranquilas y seguras, sobre los que no actúa la vara del Señor, que se satisfacen con su vida y que al instante serán arrojados al infierno.

Vuestra pureza y vida religiosa merecen y exigen, ya que sois aceptos y agradables a Dios, ser purificadas hasta la más absoluta sinceridad por reiteradas pruebas. Y, si se duplica e incluso triplica la espada sobre vosotros, esto mismo hay que considerarlo como pleno gozo y signo de amor.

La espada de doble filo está constituida, por fuera, por las luchas y, por dentro, por los temores; esta espada se duplica o triplica, por dentro, cuando el maligno inquieta los corazones con engaños y seducciones. Pero vosotros conocéis bastante bien estos ataques del enemigo, pues de lo contrario no hubiera sido posible conseguir la serenidad de la paz y la tranquilidad interior.

Por fuera, se duplica o triplica la espada cuando, sin motivo, surge una persecución eclesiástica sobre asuntos espirituales; las heridas producidas por los amigos son las más graves.

Ésta es la bienaventurada y deseable cruz de Cristo que el valeroso Andrés recibió con gozo, y que, según las palabras del apóstol Pablo, llamado instrumento de elección, es lo único en que debemos gloriarnos.

Contemplad al autor y mantenedor de la fe, a Jesús, quien, siendo inocente, padeció por obra de los suyos, y contado entre los malhechores. Y vosotros, bebiendo el excelso cáliz de Jesucristo, dad gracias al Señor, dador ­de todos los bienes.

Que el mismo Dios del amor y de la paz pacifique vuestros corazones y apresure vuestro camino, para que, protegidos por su rostro, os veáis libres mientras tanto de las asechanzas de los hombres, hasta que os introduzca­ y os trasplante en aquella plenitud donde os sentaréis ­eternamente en la hermosura de la paz, en los tabernáculos de la confianza y en el descanso de la abundancia.

Oración

Oh Dios, que diste a san Raimundo de Peñafort entrañable misericordia para con los cautivos y los pecadores, concédenos por su intercesión que, rotas las cadenas del pecado, nos sintamos libres para cumplir tu divina voluntad. Por nuestro Señor Jesucristo.

9 de enero
San Eulogio de Córdoba
Presbítero y mártir

Nació en Córdoba a comienzos del siglo IX, y en esta edad ejercitó su ministerio. Es el principal escritor de la Iglesia mozárabe. Dada la difícil situación de la comunidad cristiana española, san Eulogio fue siempre consuelo y aliento para todos los perseguidos por su fe. Sufrió el martirio 11 de marzo del año 859, cuando había sido preconizado arzobispo de Toledo. Murió decapitado. Tras su muerte, muy pronto recibió culto.

El Señor nos ayuda en la tribulación y nos da fortaleza en los combates
De los escritos de san Eulogio, presbítero

El malestar en que vivía la Iglesia cordobesa por causa de su situación religiosa y social hizo crisis en el año 851. Aunque tolerada, se sentía amenazada de ex­tinción, si no reaccionaba contra el ambiente musulmán que la envolvía. La represión fue violenta, y llevó a la jerarquía y a muchos cristianos a la cárcel y, a no po­cos, al martirio.

San Eulogio fue siempre alivio y estímulo, luz y espe­ranza para la comunidad cristiana. Como testimonio de su honda espiritualidad, he aquí la bellísima oración que él mismo compuso para las santas vírgenes Flora y María, de la que son estos párrafos:

«Señor, Dios omnipotente, verdadero consuelo de los que en ti esperan, remedio seguro de los que te temen y alegría perpetua de los que te aman: Inflama, con el fuego de tu amor, nuestro corazón y, con la llama de tu caridad, abrasa hasta el hondón de nuestro pecho, para que podamos consumar el comenzado martirio; y así, vivo en nosotras el incendio de tu amor, desapa­rezca la atracción del pecado y se destruyan los falaces halagos de los vicios; para que, iluminadas por tu gra­cia, tengamos el valor de despreciar los deleites del mundo; y amarte, temerte, desearte y buscarte en todo momento, con pureza de intención y con deseo sincero.

Danos, Señor, tu ayuda en la tribulación, porque el auxilio humano es ineficaz. Danos fortaleza para luchar en los combates, y míranos propicio desde Sión, de modo que, siguiendo las huellas de tu pasión, podamos beber alegres el cáliz del martirio. Porque tú, Señor, libraste con mano poderosa a tu pueblo, cuando gemía bajo el pesado yugo de Egipto, y deshiciste al Faraón y a su ejército en el mar Rojo, para gloria de tu nombre.

Ayuda, pues, eficazmente a nuestra fragilidad en esta hora de la prueba. Sé nuestro auxilio poderoso contra las huestes del demonio y de nuestros enemigos. Para nuestra defensa, embraza el escudo de tu divinidad y manténnos en la resolución de seguir luchando viril­mente por ti hasta la muerte.

Así, con nuestra sangre, podremos pagarte la deuda que contrajimos con tu pasión, para que, como tú te dignaste morir por nosotras, también a nosotras nos hagas dignas del martirio. Y, a través de la espada te­rrena, consigamos evitar los tormentos eternos; y, ali­geradas del fardo de la carne, merezcamos llegar felices hasta ti.

No le falte tampoco, Señor, al pueblo católico, tu piadoso vigor en las dificultades. Defiende a tu Iglesia de la hostigación del perseguidor. Y haz que esa corona, tejida de santidad y castidad, que forman todos tus sacerdotes, tras haber ejercitado limpiamente su minis­terio, llegue a la patria celestial. Y, entre ellos, te pedi­mos especialmente por tu siervo Eulogio, a quien, des­pués de ti, debemos nuestra instrucción; es nuestro maestro; nos conforta y nos anima.

Concédele que, borrado todo pecado y limpio de toda iniquidad, llegue a ser tu siervo fiel, siempre a tu servicio; y que, mostrándose siempre en esta vida tu volun­tario servidor, se haga merecedor de los premios de tu gracia en la otra, de modo que consiga un lugar de descanso, aunque sea el último, en la región de los vivos.

Por Cristo Señor nuestro, que vive y reina contigo por los siglos de los siglos. Amén».

San Eulogio, que alentó a todos sus hijos en la hora del martirio, hubo de morir a su vez, reo de haber ocultado y catequizado a una joven conversa, llamada Leocricia.

Oración

Señor y Dios nuestro: tú que, en la difícil situación de la Iglesia mozárabe, suscitaste en san Eulogio un espíritu heroico para la confesión intrépida de la fe, concédenos superar con gozo y energía, fortalecidos por ese mismo espíritu, todas nuestras situaciones adversas. Por nuestro Señor Jesucristo.

13 de enero
San Hilario
Obispo y doctor de la Iglesia

Nació en Poitiers a principios del siglo IV; hacia el año 350 fue elegido obispo de su ciudad; luchó con valentía contra los arrianos y fue desterrado por el emperador Constancio. Escribió varias obras llenas de sabiduría y de doctrina, destinadas a consolidar la fe católica y a la interpretación de la sagrada Escritura. Murió el año 367.

Te serviré predicándote
Del tratado de san Hilario, obispo, sobre la Trinidad

Yo tengo plena conciencia de que es a ti, Dios Padre omnipotente, a quien debo ofrecer la obra principal de vida, de tal suerte que todas mis palabras y pensamientos ­hablen de ti.

Y el mayor premio que puede reportarme esta facultad de hablar, que tú me has concedido, es el de servirte predic­ándote a ti y demostrando al mundo, que lo ignora, o a los herejes, que lo niegan, lo que tú eres en realidad: Pa­dre; Padre, a saber, del Dios unigénito.

Y, aunque es ésta mi única intención, es necesario para ello invocar el auxilio de tu misericordia, para que hin­ches con el soplo de tu Espíritu las velas de nuestra fe y nuestra confesión, extendidas para ir hacia ti, y nos im­pulses así en el camino de la predicación que hemos em­prendido. Porque merece toda confianza aquel que nos ha prometido: Pedid, y se os dará; buscad, y encontraréis; llamad, y se os abrirá.

Somos pobres y, por esto, pedimos que remedies nuestra indigencia; nosotros ponemos nuestro esfuerzo tenaz en penetrar las palabras de tus profetas y apóstoles y llamamos con insistencia para que se nos abran las puertas de la comprensión de tus misterios; pero el darnos lo que pedimos, el hacerte encontradizo cuando te buscamos y el abrir cuando llamamos, eso depende de ti.

Cuando se trata de comprender las cosas que se refieren a ti, nos vemos como frenados por la pereza y torpeza inherentes a nuestra naturaleza y nos sentimos limitados por nuestra inevitable ignorancia y debilidad; pero el estudio de tus enseñanzas nos dispone para captar el sentido de las cosas divinas, y la sumisión de nuestra fe nos hace superar nuestras culpas naturales.

Confiamos, pues, que tú harás progresar nuestro tímido esfuerzo inicial y que, a medida que vayamos progresando lo afianzarás, y que nos llamarás a compartir el espíritu de los profetas y apóstoles; de este modo, entenderemos sus palabras en el mismo sentido en que ellos las pronunciaron y penetraremos en el verdadero significado de su mensaje.

Nos disponemos a hablar de lo que ellos anunciaron de un modo velado: que tú, el Dios eterno, eres el Padre del Dios eterno unigénito, que tú eres el único no engendrado y que el Señor Jesucristo es el único engendrado por ti desde toda la eternidad, sin negar, por esto, la unicidad divina, ni dejar de proclamar que el Hijo ha sido engendrado por ti, que eres un solo Dios, confesando, al mismo tiempo, que el que ha nacido de ti, Padre, Dios verdadero, es también Dios verdadero como tú.

Otórganos, pues, un modo de expresión adecuado y digno, ilumina nuestra inteligencia, haz que no nos apartemos de la verdad de la fe; haz también que nuestras palabras sean expresión de nuestra fe, es decir, que nosotros que por los profetas y apóstoles te conocemos a ti, Dios Padre, y al único Señor Jesucristo, y que argumentamos ahora contra los herejes que esto niegan, podamos tam­bién celebrarte a ti como Dios en el que no hay unicidad de persona y confesar a tu Hijo, en todo igual a ti.

Oración

Concédenos, Dios todopoderoso, progresar cada día en conocimiento de la divinidad de tu Hijo y proclamarla con firmeza, como lo hizo, con celo infatigable, tu obispo y doctor san Hilario. Por nuestro Señor Jesucristo.

17 de enero
San Antonio
Abad

Este ilustre padre del monaquismo nació en Egipto hacia el año 250. Al morir sus padres, distribuyó sus bienes entre los pobres y se retiro al desierto, donde comenzó a llevar una vida de penitencia. Tuvo muchos discípulos; trabajó en favor de la Iglesia, confortando a los confesores de la fe durante la persecución de Diocleciano, y apoyando a san Atanasio en sus luchas contra loa arrianos. Murió el año 356.

La vocación de san Antonio
De la Vida de san Antonio, escrita por san Atanasio, obispo

Cuando murieron sus padres, Antonio tenía unos dieciocho o veinte años, y quedó él solo con su única hermana, pequeña aún, teniendo que encargarse de la casa y del cuidado de su hermana.

Habían transcurrido apenas seis meses de la muerte de sus padres, cuando un día en que se dirigía, según costumbre, a la iglesia, iba pensando en su interior «los apóstoles lo habían dejado todo para seguir al Salvador, y cómo, según narran los Hechos de los apóstoles, muchos vendían sus posesiones y ponían el precio de venta a los pies de los apóstoles para que lo repartieran entre los pobres; pensaba también en la magnitud de la esperanza que para éstos estaba reservada en el cielo; imbuido de estos pensamientos, entró en la iglesia, y dio la casualidad de que en aquel momento estaban leyendo aquellas palabras del Señor en el Evangelio:

Si quieres llegar hasta el final, vende lo que tienes, da el dinero a los pobres –así tendrás un tesoro en el cielo– y luego vente conmigo».

Entonces Antonio, como si Dios le hubiese infundido el recuerdo de lo que habían hecho los santos y con aquellas palabras hubiesen sido leídas especialmente para él, salió en seguida de la iglesia e hizo donación a los aldeanos de las posesiones heredadas de sus padres (tenía trescientas parcelas fértiles y muy hermosas), con el fin de evitar toda inquietud para sí y para su hermana. Vendió también todos sus bienes muebles y repartió entre los pobres la considerable cantidad resultante de esta venta, reservando sólo una pequeña parte para su hermana.

Habiendo vuelto a entrar en la iglesia, oyó aquellas pa­labras del Señor en el Evangelio: «No os agobiéis por el mañana».

Saliendo otra vez, dio a los necesitados incluso lo poco que se había reservado, ya que no soportaba que quedase su poder ni la más mínima cantidad. Encomendó su hermana a unas vírgenes que él sabía eran de confianza y cuidó de que recibiese una conveniente educación; en cuanto a él, a partir de entonces, libre ya de cuidados aje­nos, emprendió en frente de su misma casa una vida de ascetismo y de intensa mortificación.

Trabajaba con sus propias manos, ya que conocía aquella afirmación de la Escritura: El que no trabaja que no coma; lo que ganaba con su trabajo lo destinaba parte a su propio sustento, parte a los pobres.

Oraba con mucha frecuencia, ya que había aprendido que es necesario retirarse para ser constantes en orar: en efecto, ponía tanta atención en la lectura, que retenía todo lo que había leído, hasta tal punto que llego un mo­mento en que su memoria suplía los libros.

Todos los habitantes del lugar, y todos los hombres honrados, cuya compañía frecuentaba, al ver su conducta, lo llamaban amigo de Dios; y todos lo amaban como a un hijo o como a un hermano.

Oración

Señor y Dios nuestro, que llamaste al desierto a san Antonio, abad, para que te sirviera con una vida santa, concédenos, por su intercesión, que sepamos negarnos a nosotros mismos para amarte a ti siempre sobre todas las cosas. Por nuestro Señor Jesucristo.

20 de enero
San Fructuoso
Obispo y mártir, y sus diáconos mártires,
santos Augurio y Eulogio
Entre los mártires más preclaros de la España romana destacan el obispo de Tarragona san Fructuoso y sus diáconos Augurio y Eulogio. Gracias a las Actas de su martirio, excepcionales en su autenticidad y escritas con una sublime sencillez, conocemos detalles primorosos de la organización eclesiástica y de la vida cristiana de la España antigua. Prudencio dedicó a estos santos sus mejores versos. Murieron en Tarragona, bajo la persecución de los emperadores Valeriano y Galieno, el año 259.

Honrar a los mártires es honrar a Dios
De los sermones de san Agustín, obispo

Bienaventurados los santos, en cuya memoria celebramos el día de su martirio: ellos recibieron la corona eterna y la inmortalidad sin fin a cambio de la vida corporal. Y a nosotros nos dejaron, en estas solemnidades, su exhortación. Cuando oímos cómo padecieron los mártires nos alegramos y glorificamos en ellos a Dios, y no sentimos dolor porque hayan muerto. Pues, si no hubieran muerto por Cristo, ¿acaso hubieran vivido hasta hoy? ¿Por qué no podía hacer la confesión de la fe lo que después haría la enfermedad?

Admirable es el testimonio de san Fructuoso, obispo. Como uno le dijera y le pidiera que se acordara de él y rogara por él, el santo respondió:

«Yo debo orar por la Iglesia católica, que se extiende de oriente a occidente».

¿Qué quiso decir el santo obispo con estas palabras? Lo entendéis, sin duda; recordadlo ahora conmigo:

«Yo debo orar por la Iglesia católica; si quieres que ore por ti, no te separes de aquella por quien pido en mi oración».

Y ¿qué diremos de aquello otro del santo diácono que fue martirizado y coronado juntamente con su obispo? El juez le dijo:

«¿Acaso tú también adoras a Fructuoso?»

Y él respondió:

«Yo no adoro a Fructuoso, sino que adoro al mismo Dios a quien adora Fructuoso».

Con estas palabras, nos exhorta a que honremos a los mártires y, con los mártires, adoremos a Dios.

Por lo tanto, carísimos, alegraos en las fiestas de los santos mártires, mas orad para que podáis seguir sus huellas.

O bien:

Alegría en el martirio
De las actas del martirio de san Fructuoso, obispo, y sus compañeros

Cuando el obispo Fructuoso, acompañado de sus diáconos, era conducido al anfiteatro, todo el pueblo sentía compasión de él, ya que era muy estimado no sólo por los hermanos, sino incluso por los gentiles. En efecto, Fructuoso era tal como el Espíritu Santo afirmó que debía ser el obispo, según palabras de san Pablo, instrumento escogido y maestro de los gentiles. Por lo cual, los hermanos, que sabían que su obispo caminaba hacia una gloria tan grande, más bien se alegraban que se dolían de su suerte.

Llegados al anfiteatro, en seguida se acercó al obispo un lector suyo, llamado Augustal, el cual le suplicaba, entre lágrimas, que le permitiera descalzarlo. Pero el bienaventurado mártir le contesto:

«Déjalo, hijo; yo me descalzaré por mí mismo, pues me siento fuerte y lleno de gozo, y estoy cierto de la promesa del Señor».

Colocado en el centro del anfiteatro, y cercano ya el momento de alcanzar la corona inmarcesible más que de sufrir la pena, pese a que los soldados beneficiarios le estaban vigilando, el obispo Fructuoso, por inspiración del Espíritu Santo, dijo, de modo que lo oyeran nuestros hermanos:

«No os ha de faltar pastor ni puede fallar la caridad y la promesa del Señor, ni ahora ni en el futuro. Lo que estáis viendo es sólo el sufrimiento de un momento».

Después de consolar de este modo a los hermanos, los mártires entraron en la salvación, dignos y dichosos en su mismo martirio, pues merecieron experimentar en sí mismos, según la promesa, el fruto de las santas Escrituras.

Cuando los lazos con que les habían atado las manos se quemaron, acordándose de los santos mártires de la oración divina y de su ordinaria costumbre, alegres y seguros de la resurrección y convertidos en signo del triunfo del Señor, arrodillados, suplicaban al Señor, hasta el momento en que juntos entregaron sus almas.

Oración

Señor, tú que concediste al obispo san Fructuoso su vida por la Iglesia, que se extiende de oriente a occidente, y quisiste que sus diáconos, Augurio y Eulogio le acompañaran al martirio llenos de alegría, haz que tu Iglesia viva siempre gozosa en la esperanza y se consagre, sin desfallecimientos, al bien de todos los pueblos. Por nuestro Señor Jesucristo.

El mismo día 20 de enero
San Fabián
Papa y mártir

Fue elegido obispo de la Iglesia de Roma el año 236 y recibió corona del martirio el año 250, al comienzo de la persecuc­ión de Decio, como atestigua san Cipriano; fue sepultado en las catacumbas de Calixto.

Fabián nos da ejemplo de fe y de fortaleza
De las cartas de san Cipriano, obispo y mártir

San Cipriano, al enterarse con certeza de la muerte papa Fabián, envió esta carta a los presbíteros y diáconos de Roma:

«Hermanos muy amados: Circulaba entre nosotros un rumor no confirmado acerca de la muerte de mi excelente ­compañero en el episcopado, y estábamos en la incerti­dumbre, hasta que llegó a nosotros la carta que habéis mandado por manos del subdiácono Cremencio; gracias a ella, he tenido un detallado conocimiento del glorioso martirio de vuestro obispo y me he alegrado en gran manera al ver cómo su ministerio intachable ha culminado una santa muerte.

Por esto, os felicito sinceramente por rendir a su memo­ria un testimonio tan unánime y esclarecido, ya que, por medio de vosotros, hemos conocido el recuerdo glorioso que guardáis de vuestro pastor, que a nosotros nos da ejemplo de fe y de fortaleza.

En efecto, así como la caída de un pastor es un ejemplo pernicioso que induce a sus fieles a seguir el mismo camino, así también es sumamente provechoso y saludable el testimonio de firmeza en la fe que da un obispo».

La Iglesia de Roma, según parece, antes de que recibiera esta carta, había mandado otra a la Iglesia de Cartago, en la que daba testimonio de su fidelidad en medio de la persecución, con estas palabras:

«La Iglesia se mantiene firme en la fe, aunque; algunos atenazados por el miedo –ya sea porque eran personas distinguidas, ya porque, al ser apresados, se dejaron vencer por el temor de los hombres–, han apostatado; a estos tales no los hemos abandonado ni dejado solos, sino que los hemos animado y los exhortamos a que se arrepientan, para que obtengan el perdón de aquel que puede dárselo, no fuera a suceder que, al sentirse abandonados, su ruina fuera aún mayor.

Ved, pues, hermanos, que vosotros debéis obrar también de igual manera, y así los que antes han caído, al ser ahora fortalecidos por vuestras exhortaciones, si vuelven a ser apresados, darán testimonio de su fe y podrán reparar el error pasado. Igualmente debéis poner en práctica esto que os decimos a continuación: si aquellos que han sucumbido en la prueba se ponen enfermos y se arrepienten de lo que hicieron y desean la comunión, debéis atender a su deseo. También las viudas y necesitados que no pueden valerse por sí mismos, los encarcelados, los que han sido arrojados de sus casas deben hallar quien los ayude; asimismo los catecúmenos si les sorprende la enfermedad, no han de verse defraudados en su esperanza de ayuda.

Os mandan saludos los hermanos que están en misión, los presbíteros y toda la Iglesia, la cual vela con gran solicitud por todos los que invocan el nombre Señor. Y también os pedimos que, por vuestra parte os acordéis de nosotros».

Oración

Dios todopoderoso, glorificador de tus sacerdotes, concédenos, por intercesión de san Fabián, papa y mártir, progresar cada día en la comunión de su misma fe y en el deseo de servirte cada vez con mayor generosidad. Por nuestro Señor Jesucristo.

El mismo día 20 de enero
San Sebastián
Mártir

Sufrió el martirio en Roma en el comienzo de la persecución de Diocleciano [284-305]. Su sepulcro, en las catacumbas de la vía Apia, fue venerado ya desde muy antiguo.

Testimonio fiel de Cristo
Del comentario de san Ambrosio, obispo, sobre el salmo 118

Hay que pasar mucho para entrar en el reino de Dios. Muchas son las persecuciones, muchas las pruebas; por tanto, muchas serán las coronas, ya que muchos son los combates. Te es beneficioso el que haya muchos perseguidores, ya que entre esta gran variedad de persecuciones hallarás más fácilmente el modo de ser coronado.

Pongamos como ejemplo al mártir san Sebastián, cuyo día natalicio celebramos hoy.

Este santo nació en Milán. Quizá ya se había marchado de allí el perseguidor, o no había llegado aún a aquella región, o la persecución era más leve. El caso es que Sebastián vio que allí el combate era inexistente o muy tenue.

Marchó, pues, a Roma, donde recrudecía la persecución por causa de la fe; allí sufrió el martirio, allí recibió la corona consiguiente. De este modo, allí, donde había llegado como transeúnte, estableció el domicilio de la eternidad permanente. Si sólo hubiese habido un perseguidor, ciertamente este mártir no hubiese sido coronado.

Pero, además de los perseguidores que se ven, hay otros que no se ven, peores y mucho más numerosos.

Del mismo modo que un solo perseguidor, el emperador, enviaba a muchos sus decretos de persecución y había así diversos perseguidores en cada una de las ciudades y provincias, así también el diablo se sirve de muchos ministros suyos que provocan persecuciones, no sólo exteriores, sino también interiores, en el alma de cada uno.

Acerca de estas persecuciones, dice la Escritura: Todo el que se proponga vivir piadosamente en Cristo Jesús será perseguido. Se refiere a todos, a nadie exceptúa. ¿Quién podría considerarse exceptuado, si el mismo Señor soportó la prueba de la persecución?

¡Cuántos son los que practican cada día este martirio oculto y confiesan al Señor Jesús! También el Apóstol sabe de este martirio y de este testimonio fiel de Cristo, pues dice: Si de algo podemos preciarnos es del testimonio de nuestra conciencia.

Oración

Te rogamos, Señor, nos concedas el espíritu de forta­leza para que, alentados por el ejemplo glorioso de tu mártir san Sebastián, aprendamos a someternos a ti antes que a los hombres. Por nuestro Señor Jesucristo.

21 de enero
Santa Inés
Virgen y mártir

Murió mártir en Roma en la segunda mitad del siglo III o, más probablemente, a principios del IV. El papa Dámaso honró su sepulcro con un poema, y muchos Padres de la Iglesia, a partir de san Ambrosio, le dedicaron alabanzas.

No tenía aún edad de ser condenada, pero estaba ya madura para la victoria
Del tratado de san Ambrosio, obispo, sobre las vírgenes

Celebramos hoy el nacimiento para el cielo de una virgen, imitemos su integridad; se trata también de una mártir, ofrezcamos el sacrificio. Es el día natalicio de santa Inés. Sabemos por tradición que murió mártir a los doce años de edad. Destaca en su martirio, por una parte, la crueldad que no se detuvo ni ante una edad tierna; por otra, la fortaleza que infunde la fe, capaz de dar testimonio en la persona de una jovencita.

¿Es que en aquel cuerpo tan pequeño cabía herida alguna? Y, con todo, aunque en ella no encontraba la espada donde descargar su golpe, fue ella capaz de vencer a la espada. Y eso que a esta edad las niñas no pueden soportar ni la severidad del rostro de sus padres, y si distraídamente se pinchan con una aguja, se poner a llorar como si se tratara de una herida.

Pero ella, impávida entre las sangrientas manos del verdugo, inalterable al ser arrastrada por pesadas y chirriantes cadenas, ofrece todo su cuerpo a la espada del enfurecido soldado, ignorante aún de lo que es la muerte, pero dispuesta a sufrirla; al ser arrastrada por la fuerza al altar idolátrico, entre las llamas tendía hacia Cristo sus manos, y así, en medio de la sacrílega hoguera, significaba con esta posición el estandarte triunfal de la victoria del Señor; intentaban aherrojar su cuello y sus manos con grilletes de hierro, pero sus miembros resultaban demasiado pequeños para quedar encerrados en ellos.

¿Una nueva clase de martirio? No tenía aún edad de ser condenada, pero estaba ya madura para la victoria; la lucha se presentaba difícil, la corona fácil; lo que parecía imposible por su poca edad lo hizo posible su virtud consumada. Una recién casada no iría al tálamo nupcial con la alegría con que iba esta doncella al lugar del suplicio, con prisa y contenta de su suerte, adornada su cabeza no con rizos, sino con el mismo Cristo, coronada no de flores, sino de virtudes.

Todos lloraban, menos ella. Todos se admiraban de que, con tanta generosidad, entregara una vida de la que aún no había comenzado a gozar, como si ya la hubiese vivido plenamente. Todos se asombraban de que fuera ya testigo de Cristo una niña que, por su edad, no podía aún dar testimonio de sí misma. Resultó así que fue capaz de dar fe de las cosas de Dios una niña que era incapaz legalmente de dar fe de las cosas humanas, porque el Autor de la naturaleza puede hacer que sean supera­das las leyes naturales.

El verdugo hizo lo posible para aterrorizarla, para atraerla con halagos, muchos desearon casarse con ella. Pero ella dijo:

«Sería una injuria para mi Esposo esperar a ver si me gusta otro; él me ha elegido primero, él me tendrá. ¿A qué esperas, verdugo, para asestar el golpe? Perezca el cuerpo que puede ser amado con unos ojos a los que no quiero».

Se detuvo, oró, doblegó la cerviz. Hubieras visto cómo temblaba el verdugo, como si él fuese el condenado; como temblaba su diestra al ir a dar el golpe, cómo palidecían los rostros al ver lo que le iba a suceder a la niña, mientras ella se mantenía serena. En una sola víctima tuvo lugar un doble martirio: el de la castidad y el de la fe. Permaneció virgen y obtuvo la gloria del martirio.

Oración

Dios todopoderoso y eterno, que eliges a los débiles para confundir a los fuertes de este mundo, concédenos a cuantos celebramos el triunfo de tu mártir santa Inés imitar la firmeza de su fe. Por nuestro Señor Jesucristo.

22 de enero
San Vicente
Diácono y mártir

Vicente, diácono de la Iglesia de Zaragoza, sufrió un atroz martirio en Valencia, durante la persecución de Diocleciano [284-305]. Su culto se difundió en seguida por toda la Iglesia.

Vicente venció en aquel por quien había sido vencido el mundo
De los sermones de san Agustín, obispo

A vosotros se os ha concedido la gracia –dice el Após­tol–, de estar del lado de Cristo, no sólo creyendo en él, sino sufriendo por él.

Una y otra gracia había recibido del diácono Vicente, las había recibido y, por esto, las tenía. Si no las hubiese recibido, ¿cómo hubiera podido tenerlas? En sus palabras tenía la fe, en sus sufrimientos la paciencia.

Nadie confíe en sí mismo al hablar; nadie confíe en sus propias fuerzas al sufrir la prueba, ya que, si hablamos con rectitud y prudencia, nuestra sabiduría proviene de Dios y, si sufrimos los males con fortaleza, nuestra paciencia es también don suyo.

Recordad qué advertencias da a los suyos Cristo, el Señor, en el Evangelio; recordad que el Rey de los mártires es quien equipa a sus huestes con las armas espirituales, quien les enseña el modo de luchar, quien les suministra su ayuda, quien les promete el remedio, quien, habiendo dicho a sus discípulos: En el mundo tendréis luchas, añade inmediatamente, para consolarlos y ayudarlos a vencer el temor: Pero tened valor: yo he vencido al mundo.

¿Por qué admirarnos, pues, amadísimos hermanos, de que Vicente venciera en aquel por quien había sido vencido el mundo? En el mundo –dice– tendréis luchas; se lo dice para que estas luchas no los abrumen, para que en el combate no sean vencidos. De dos maneras ataca el mundo a los soldados de Cristo: los halaga para seducirlos, los atemoriza para doblegarlos. No dejemos que nos domine el propio placer, no dejemos que nos atemorice la ajena crueldad, y habremos vencido al mundo.

En uno y otro ataque sale al encuentro Cristo, para que el cristiano no sea vencido. La constancia en el sufrimiento que contemplamos en el martirio que hoy conmemoramos es humanamente incomprensible, pero la vemos como algo natural si en este martirio reconocemos el poder divino.

Era tan grande la crueldad que se ejercitaba en el cuerpo del mártir y tan grande la tranquilidad con que él hablaba, era tan grande la dureza con que eran tratados sus miembros y tan grande la seguridad con que sonaban sus palabras, que parecía como si el Vicente que hablaba no fuera el mismo que sufría el tormento.

Es que, en realidad, hermanos, así era: era otro el que hablaba. Así lo había prometido Cristo a sus testigos, en el Evangelio, al prepararlos para semejante lucha. Había dicho, en efecto: No os preocupéis de lo que vais a decir o de cómo lo diréis. No seréis vosotros los que habléis, el Espíritu de vuestro Padre hablará por vosotros.

Era, pues, el cuerpo de Vicente el que sufría, pero era el Espíritu quien hablaba, y, por estas palabras del Espíritu, no sólo era redargüida la impiedad, sino también ­confortada la debilidad.

O bien:

Vicente, por su fe, fue vencedor en todo
De los sermones de san Agustín, obispo

Hemos contemplado un gran espectáculo con los ojos de la fe: al mártir san Vicente, vencedor en todo. Venció en las palabras y venció en los tormentos, venció en la confesión y venció en la tribulación, venció abrasado por el fuego y venció al ser arrojado a las olas, venció, finalmente, al ser atormentado y venció al morir por la fe.

Cuando su carne, en la cual estaba el trofeo de Cristo vencedor, era arrojada desde la nave al mar, Vicente decía calladamente:

«Nos derriban, pero no nos rematan».

¿Quién dio esta paciencia a su soldado, sino aquel que antes derramó la propia sangre por él? A quien se dice en el salmo: Porque tú, Dios mío, fuiste mi esperanza y mi confianza, Señor, desde mi juventud. Un gran combate comporta una gran gloria, no humana ni temporal, sino divina y eterna. Lucha la fe, y cuando lucha la fe nada se consigue con la victoria sobre la carne. Porque, aunque sea desgarrado y despedazado, ¿cómo puede perecer el que ha sido redimido por la sangre de Cristo?

Oración

Dios todopoderoso y eterno, derrama sobre nosotros tu Espíritu, para que nuestros corazones se abrasen en el amor intenso que ayudó a san Vicente a superar los tormentos. Por nuestro Señor Jesucristo.

23 de enero
San Ildefonso
Obispo

Ildefonso, nacido en Toledo de noble familia, sobre el año 606, profesó muy joven en el monasterio de Agalí, en las afueras de su ciudad natal, uno de los más insignes de la España visigoda. En el año 657 sucedió a san Eugenio en la silla metropolitana. Desarrolló una gran labor catequética defendiendo la virginidad de María y exponiendo la verdadera doctrina sobre el bautismo. Murió el 23 de enero del año 667. Su cuerpo fue trasladado a Zamora.

En el bautismo, Cristo es quien bautiza
Del libro de san Ildefonso, obispo, sobre el conocimiento del bautismo

Vino el Señor para ser bautizado por el siervo Por humildad, el siervo lo apartaba, diciendo: Soy yo el que necesito que tú me bautices, ¿y tú acudes a mí? Pero, por justicia, el Señor se lo ordenó, respondiendo: Déjalo ahora. Está bien que cumplamos así todo lo que Dios quiere.

Después de esto, declinó el bautismo de Juan, que era bautismo de penitencia y sombra de la verdad, y empezó el bautismo de Cristo, que es la verdad, en el cual se obtie­ne la remisión de los pecados, aun cuando no bautizase Cristo, sino sus discípulos. En este caso, bautiza Cristo, pero no bautiza. Y las dos cosas son verdaderas bautiza Cristo, porque es él quien purifica, pero no bautiza, por­que no es él quien baña. Sus discípulos, en aquel tiempo, ponían las acciones corporales de su ministerio, como hacen ­también ahora los ministros, pero Cristo ponía el auxilio de su majestad divina. Nunca deja de bautizar el que no cesa de purificar; y, así, hasta el fin de los siglos, Cristo es el que bautiza, porque es siempre él quien purific­a.

Por tanto, que el hombre se acerque con fe al humilde ministro, ya que éste está respaldado por tan gran maestro. ­El maestro es Cristo. Y la eficacia de este sacramento reside no en las acciones del ministro, sino en el poder del maestro, que es Cristo.

Oración

Dios todopoderoso, que hiciste a san Ildefonso insigne defensor de la virginidad de María, concede a los que creemos en este privilegio de la Madre de tu Hijo sentirnos ­amparados por su poderosa y materna intercesión. Por nuestro Señor Jesucristo.

24 de enero
San Francisco de Sales
Obispo y doctor de la iglesia

Nació en Saboya el año 1567. Una vez ordenado sacerdote, trabajó intensamente por la restauración católica en su patria. Nombrado obispo de Ginebra, actuó como un verdadero pastor para con los clérigos y fieles, adoctrinándolos en la fe con sus escritos y con sus obras, convirtiéndose en un ejemplo para todos. Murió en Lyon el día 28 de diciembre del año 1622, pero fue el día 24 de enero del año siguiente cuando se realizó su sepultura definitiva en Annecy.

La devoción se ha de ejercitar de diversas maneras
De la introducción a la vida devota, de san Francisco de Sales, obispo

En la misma creación, Dios creador mandó a las plantas que diera cada una fruto según su propia especie: así también mandó a los cristianos, que son como las plantas de su Iglesia viva, que cada uno diera un fruto de devoción conforme a su calidad, estado y vocación.

La devoción, insisto, se ha de ejercitar de diversas maneras, según que se trate de una persona noble o de un obrero, de un criado o de un príncipe, de una viuda o de una joven soltera, o bien de una mujer casada. Más aún: la devoción se ha de practicar de un modo acomodado a las fuerzas, negocios y ocupaciones particulares de cada uno.

Dime, te ruego, mi Filotea, si sería lógico que los obispos quisieran vivir entregados a la soledad, al modo de los cartujos; que los casados no se preocuparan de aumentar su peculio más que los religiosos capuchinos; que un obrero se pasara el día en la iglesia, como un religioso; o que un religioso, por el contrario, estuviera continuamente absorbido, a la manera de un obispo, por todas las circunstancias que atañen a las necesidades del prójimo. Una tal devoción ¿por ventura no sería algo ridículo, desordenado o inadmisible?

Y con todo, esta equivocación absurda es de lo más frecuente. No ha de ser así; la devoción, en efecto, mientra­s sea auténtica y sincera, nada destruye, sino que todo lo perfecciona y completa, y, si alguna vez resulta de verdad contraria a la vocación o estado de alguien, sin duda es porque se trata de una falsa devoción.

La abeja saca miel de las flores sin dañarlas ni destrui­rlas, dejándolas tan íntegras, incontaminadas y frescas como las ha encontrado. Lo mismo, y mejor aún, hace la verdadera devoción: ella no destruye ninguna clase de vocación o de ocupaciones, sino que las adorna y em­bellece.

Del mismo modo que algunas piedras preciosas baña­das en miel se vuelven más fúlgidas y brillantes, sin per­der su propio color, así también el que a su propia voca­ción junta la devoción se hace más agradable a Dios y más perfecto. Esta devoción hace que sea mucho más apacible el cuidado de la familia, que el amor mutuo entre marido y mujer sea más sincero, que la sumisión debida a los gobernantes sea más leal, y que todas las ocupaciones, de cualquier clase que sean, resulten más llevaderas y hechas con más perfección.

Es, por tanto, un error, por no decir una herejía, el pretender excluir la devoción de los regimientos militares, del taller de los obreros, del palacio de los príncipes, de los hogares y familias; hay que admitir, amadísima Filotea, que la devoción puramente contemplativa, monástica y religiosa puede ser ejercida en estos oficios y estados; pero, además de este triple género de devoción, existen también otros muchos y muy acomodados a las diversas situaciones de la vida seglar.

Así pues, en cualquier situación en que nos hallemos, debemos y podemos aspirar a la vida de perfección.

Oración

Señor, Dios nuestro, tú has querido que el santo obispo Francisco de Sales se entregara a todos generosamente para la salvación de los hombres; concédenos, a ejemplo suyo, manifestar la dulzura de tu amor en el servicio a nuestros hermanos. Por nuestro Señor Jesucristo.

25 de enero
La conversión del apóstol san Pablo
Pablo lo sufrió todo por amor a Cristo
De las homilías de san Juan Crisóstomo, obispo

Qué es el hombre, cuán grande su nobleza y cuánta su capacidad de virtud lo podemos colegir sobre todo de la persona de Pablo. Cada día se levantaba con una mayor elevación y fervor de espíritu y, frente a los peligros que lo acechaban, era cada vez mayor su empuje, como lo atestiguan sus propias palabras: Olvidándome de lo que queda atrás y lanzándome hacia lo que está por delante; y, al presentir la inminencia de su muerte, invitaba a los demás a compartir su gozo, diciendo: Estad alegres y asociaos a mi alegría; y, al pensar en sus peligros y oprobios, se alegra también  dice, escribiendo a los corintios: Vivo contento en medio de mis debilidades, de los insultos y de las persecuciones; incluso llama a estas cosas armas de justicia, significando con ello que le sirven de gran provecho.

Y así, en medio de las asechanzas de sus enemigos, habla en tono triunfal de las victorias alcanzadas sobre los ataques de sus perseguidores y, habiendo sufrido en todas partes azotes, injurias y maldiciones, como quien vuelve victorioso de la batalla, colmado de trofeos, da gracias a Dios, diciendo: Doy gracias a Dios, que siempre nos asocia a la victoria de Cristo. Imbuido de estos senti­mientos, se lanzaba a las contradicciones e injurias, que le acarreaba su predicación, con un ardor superior al que nosotros empleamos en la consecución de los honores, deseando la muerte más que nosotros deseamos la vida, la pobreza más que nosotros la riqueza, y el trabajo mucho que muchos otros apetecen el descanso que lo sigue. La única cosa que él temía era ofender a Dios; lo demás le tenía sin cuidado. Por esto mismo, lo único que deseaba era agradar siempre a Dios.

Y, lo que era para él lo más importante de todo, gozaba del amor de Cristo; con esto se consideraba el más dichoso de todos, sin esto le era indiferente asociarse a los poderosos y a los príncipes; prefería ser, con este amor, el último de todos, incluso del número de los condenados, que formar parte, sin él, de los más encumbrados y honorables.

Para él, el tormento más grande y extraordinario era el verse privado de este amor: para él, su privación signific­aba el infierno, el único sufrimiento, el suplicio infinito e intolerable.

Gozar del amor de Cristo representaba para él la vida, el mundo, la compañía de los ángeles, los bienes presentes y ­futuros, el reino, las promesas, el conjunto de todo bien; sin este amor, nada catalogaba como triste o alegre. Las cosas de este mundo no las consideraba, en sí mismas, ni duras ni suaves.

Las realidades presentes las despreciaba como hierba ya podrida. A los mismos gobernantes y al pueblo enfurecido contra él les daba el mismo valor que a un insignificante mosquito.

Consideraba como un juego de niños la muerte y la más variada clase de tormentos y suplicios, con tal de poder sufrir algo por Cristo.

Oración

Señor, Dios nuestro, tú que has instruido a todos los pueblos con la predicación del apóstol san Pablo, concede a cuantos celebramos su conversión caminar hacia ti, siguiendo su ejemplo, y ser ante el mundo testigos de tu verdad. Por nuestro Señor Jesucristo.

26 de enero
San Timoteo y san Tito
Obispos

Timoteo y Tito, discípulos y colaboradores del apóstol Pablo, presidieron las Iglesias de Efeso y de Creta, respectivamente. Ellos fueron los destinatarios de las cartas llamadas «pastorales», cartas llenas de excelentes recomendaciones para la formación de pastores y fieles.

He combatido bien mi combate
De las homilías de san Juan Crisóstomo, obispo

Pablo, encerrado en la cárcel, habitaba ya en el cielo, y recibía los azotes y heridas con un agrado superior al de los que conquistan el premio en los juegos; amaba los sufrimientos no menos que el premio, ya que estos mism­os sufrimientos, para él, equivalían al premio; por esto, los consideraba como una gracia. Sopesemos bien lo que esto significa. El premio consistía ciertamente en partir para estar con Cristo; en cambio, quedarse en esta vida significaba el combate; sin embargo, el mismo anhelo de estar con Cristo lo movía a diferir el premio, llevado del deseo del combate, ya que lo juzgaba más necesario.

Comparando las dos cosas, el estar separado de Cristo representaba para él el combate y el sufrimiento, más aún el máximo combate y el máximo sufrimiento. Por el contrario, estar con Cristo representaba el premio sin comparación; con todo, Pablo, por amor a Cristo, prefiere el combate al premio.

Alguien quizá dirá que todas estas dificultades él las tenía por suaves, por su amor a Cristo. También yo lo admito, ya que todas aquellas cosas, que para nosotros son causa de tristeza, en él engendraban el máximo delei­te. Y ¿para qué recordar las dificultades y tribulacione­s? Su gran aflicción le hacía exclamar: ¿Quién enferma sin que yo enferme?; ¿quién cae sin que a mi me dé fiebre?

Os ruego que no sólo admiréis, sino que también imitéis este magnífico ejemplo de virtud: así podremos ser partícip­es de su corona.

Y, si alguien se admira de esto que hemos dicho, a saber, que el que posea unos méritos similares a los de Pablo obtendrá una corona semejante a la suya, que atienda a las palabras del mismo Apóstol: He combatido bien mi comba­te, he corrido hasta la meta, he mantenido la fe. Ahora me aguarda la corona merecida con la que el Señor, juez justo, me premiará en aquel día; y no sólo a mí, sino a todo­s los que tienen amor a su venida. ¿Te das cuenta de cómo nos invita a todos a tener parte en su misma gloria?

Así pues, ya que a todos nos aguarda una misma co­rona de gloria, procuremos hacernos dignos de los bienes que tenemos prometidos.

Y no sólo debemos considerar en el Apóstol la magnit­ud y excelencia de sus virtudes y su pronta y robusta disposición de ánimo, por las que mereció llegar a un premio tan grande, sino que hemos de pensar también que su naturaleza era en todo igual a la nuestra; de este modo, las cosas más arduas nos parecerán fáciles y llevaderas y, esforzándonos en este breve tiempo de nuestra vida, alcanzaremos aquella corona incorruptible e inmortal, por la gracia y la misericordia de nuestro Señor Jesucristo, a quien pertenece la gloria y el imperio ahora y siempre y por los siglos de los siglos. Amén.

Oración

Oh Dios, que hiciste brillar con virtudes apostólicas a los santos Timoteo y Tito, concédenos, por su intercesión, que, después de vivir en este mundo en justicia y santidad, merezcamos llegar al reino de los cielos. Por nuestro Señor Jesucristo.

27 de enero
Santa Ángela de Mérici
Virgen

Nació alrededor del año 1470 en Desenzano, región de Veneci­a. Tomó el hábito de la tercera Orden franciscana y reunió a un grupo de jóvenes, a las que instruyó en la práctica de la caridad. El año 1535 fundó en Brescia una sociedad de mujeres, bajo la advocación de santa Úrsula, dedicadas a la formación cristiana de las niñas pobres. Murió el año 1540.

Lo dispuso todo con suavidad
Del testamento espiritual de santa Ángela de Mérici, virgen

Queridísimas madres y hermanas en Cristo Jesús: En primer lugar, poned todo vuestro empeño, con la ayuda de Dios, en concebir el propósito de no aceptar el cuidado ­y dirección de los demás, si no es movidas única­mente por el amor de Dios y el celo de las almas.

Sólo si se apoya en esta doble caridad, podrá producir buenos y saludables frutos vuestro cuidado y dirección, ya que, como afirma nuestro Salvador: Un árbol sano no puede dar frutos malos.

El árbol sano, dice, esto es, el corazón bueno y el ánimo encendido en caridad, no puede sino producir obras buenas y santas; por esto, decía san Agustín: «Ama, y haz lo que quieras»; es decir, con tal de que tengas amor y caridad, haz lo que quieras, que es como si dijera: ­«La caridad no puede pecar».

Os ruego también que tengáis un conocimiento personal de cada una de vuestras hijas, y que llevéis gra­bado en vuestros corazones no sólo el nombre de cada una, sino también su peculiar estado y condición. Ello no os será difícil si las amáis de verdad.

Las madres en el orden natural, aunque tuvieran mil hijos, llevarían siempre grabados en el corazón a cada uno de ellos, y jamás se olvidarían de ninguno, porque su amor es sobremanera auténtico. Incluso parece que cuantos más hijos tienen, más aumenta su amor y el cuidado de cada uno de ellos. Con más motivo, las madres espirituales pueden y deben comportarse de este modo, ya que el amor espiritual es más poderoso que el amor que procede del parentesco de sangre.

Por lo cual, queridísimas madres, si amáis a estas vuestras hijas con una caridad viva y sincera, por fuerza las llevaréis a todas y cada una de ellas grabadas en vuestra memoria y en vuestro corazón.

También os ruego que procuréis atraerlas con amor, mesura y caridad, no con soberbia ni aspereza, ni teniendo con ellas la amabilidad conveniente, según aquellas palabras de nuestro Señor: Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, imitando a Dios, del cual leemos: Lo dispuso todo con suavidad. Y también dice Jesús: Porque mi yugo es llevadero y mi carga ligera.

Del mismo modo, vosotras tratadlas siempre a todas con suavidad, evitando principalmente el imponer con violencia vuestra autoridad: Dios, en efecto, nos ha dado a todos la libertad y, por esto, no obliga a nadie, sino que se limita a señalar, llamar, persuadir. Algunas veces, no obstante, será necesario actuar con autoridad y severidad, cuando razonablemente lo exijan las circunstancias y necesidades personales; pero, aun en este caso, lo único que debe movernos es la caridad y el celo las almas.

Oración

Señor, que no deje de encomendarnos a tu misericordia la santa virgen Ángela de Mérici, para que, siguiendo sus ejemplos de caridad y prudencia, sepamos guardar tu doctrina y llevarla a la práctica en la vida. Por nuestro Señor Jesucristo.

28 de enero
Santo Tomás de Aquino
Presbítero y doctor de la iglesia

Nació alrededor del año 1225, de la familia de los condes de Aquino. Estudió primero en el monasterio de Montecasino, luego en Nápoles; más tarde ingresó en la Orden de Predica­dores, y completó sus estudios en París y en Colonia, donde tuvo por maestro a san Alberto Magno. Escribió muchas obras llenas de erudición y ejerció también el profesorado, contribuyendo en gran manera al incremento de la filosofía y de la teología. Murió cerca de Terracina el día 7 de marzo de 1274. Su memoria se celebra el día 28 de enero, por razón de que en esa fecha tuvo lugar, el año 1369, el traslado de su cuerpo a Tolosa del Languedoc.

En la cruz hallamos el ejemplo de todas las virtudes
De las Conferencias de santo Tomás de Aquino, presbítero

¿Era necesario que el Hijo de Dios padeciera por nosotros? Lo era, ciertamente, y por dos razones fáciles de deducir: la una, para remediar nuestros pecados; la otra, para darnos ejemplo de cómo hemos de obrar.

Para remediar nuestros pecados, en efecto, porque en la pasión de Cristo encontramos el remedio contra todos los males que nos sobrevienen a causa del pecado.

La segunda razón tiene también su importancia, ya que la pasión de Cristo basta para servir de guía y modelo a toda nuestra vida. Pues todo aquel que quiera llevar una vida perfecta no necesita hacer otra cosa que despreciar lo que Cristo despreció en la cruz y apetecer lo que Cristo apeteció. En la cruz hallamos el ejemplo de todas las virtudes.

Si buscas un ejemplo de amor: Nadie tiene más amor que el que da la vida por sus amigos. Esto es lo hizo Cristo en la cruz. Y, por esto, si él entregó su vida por nosotros, no debemos considerar gravoso cualquier mal que tengamos que sufrir por él.

Si buscas un ejemplo de paciencia, encontrarás el mejor de ellos en la cruz. Dos cosas son las que nos  dan la medida de la paciencia: sufrir pacientemente grandes males, o sufrir, sin rehuirlos, unos males que podrían evitarse. Ahora bien, Cristo, en la cruz, sufrió grandes males y los soportó pacientemente, ya que en su pasión no profería amenazas; como cordero llevado al matadero, enmudecía y no abría la boca. Grande fue la paciencia de Cristo en la cruz: Corramos en la carrera que nos toca, sin retirarnos, fijos los ojos en el que inició y completa nuestra fe: Jesús, que, renunciando al gozo inmediato, soportó la cruz, despreciando la ignominia.

Si buscas un ejemplo de humildad, mira al crucificado: él, que era Dios, quiso ser juzgado bajo el poder de Poncio Pilato y morir.

Si buscas un ejemplo de obediencia, imita a aquel se hizo obediente al Padre hasta la muerte: Si por la desobediencia de uno –es decir, de Adán– todos se convirtieron en pecadores, así por la obediencia de uno todos se convertirán en justos.

Si buscas un ejemplo de desprecio de las cosas terrenales, imita a aquel que es Rey de reyes y Señor de señores, en quien están encerrados todos los tesoros del saber y el conocer, desnudo en la cruz, burlado, escupido, flagelado, coronado de espinas, a quien finalmente, dieron a beber hiel y vinagre.

No te aficiones a los vestidos y riquezas, ya que se repa­rtieron mis ropas; ni a los honores, ya que él experi­mentó las burlas y azotes; ni a las dignidades, ya que le pusieron una corona de espinas, que habían trenzado; ni a los placeres, ya que para mi sed me dieron vinagre.

Oración

Oh Dios, que hiciste de santo Tomás de Aquino un varón preclaro por su anhelo de santidad y por su dedica­ción a las ciencias sagradas, concédenos entender lo que él enseñó e imitar el ejemplo que nos dejó en su vida. Por nuestro Señor Jesucristo.

31 de enero
San Juan Bosco
Presbítero

Nació junto a Castelnuovo, en la diócesis de Turín, el año 1815. Su niñez fue dura. Una vez ordenado sacerdote, empleó todas sus energías en la educación de los jóvenes e instituyó Congregaciones destinadas a enseñarles diversos oficios y formarlos en la vida cristiana. Escribió también algunos opúsculos en defensa de la religión. Murió el año 1888.

Trabajé siempre con amor
De las cartas de san Juan Bosco, presbítero

Si de verdad buscamos la auténtica felicidad de nuestros alumnos y queremos inducirlos al cumplimiento de sus obligaciones, conviene, ante todo, que nunca olvidéis que hacéis las veces de padres de nuestros amados jóvenes, por quienes trabajé siempre con amor, por quienes estudié y ejercí el ministerio sacerdotal, y no sólo yo, sino toda la Congregación salesiana.

¡Cuántas veces, hijos míos, durante mi vida, ya bastante prolongada, he tenido ocasión de convencerme de esta gran verdad! Es más fácil enojarse que aguantar; amenazar al niño que persuadirlo; añadiré incluso que, para nuestra impaciencia y soberbia, resulta más cómodo castigar a los rebeldes que corregirlos, soportándolos con firmeza y suavidad a la vez.

Os recomiendo que imitéis la caridad que usaba Pablo con los neófitos, caridad que con frecuencia los llevaba a derramar lágrimas y a suplicar, cuando los encontraba poco dóciles y rebeldes a su amor.

Guardaos de que nadie pueda pensar que os dejáis llevar por los arranques de vuestro espíritu. Es dificil, al castigar, conservar la debida moderación, la cual es ne­cesaria para que en nadie pueda surgir la duda de que obramos sólo para hacer prevalecer nuestra autoridad o para desahogar nuestro mal humor.

Miremos como a hijos a aquellos sobre los cuales debe­mos ejercer alguna autoridad. Pongámonos a su servicio, a imitación de Jesús, el cual vino para obedecer y no para mandar, y avergonzémonos de todo lo que pueda tener incluso apariencia de dominio; si algún dominio ejercemos sobre ellos, ha de ser para servirlos mejor.

Éste era el modo de obrar de Jesús con los apóstoles, ya que era paciente con ellos, a pesar de que eran ignoran­tes y rudos, e incluso poco fieles; también con los pecadores se comportaba con benignidad y con una ami­gable familiaridad, de tal modo que era motivo de admiración para unos, de escándalo para otros, pero también ocasión de que muchos concibieran la esperanza de alcanzar ­el perdón de Dios. Por esto, nos mandó que fuésemos mansos y humildes de corazón.

Son hijos nuestros, y, por esto, cuando corrijamos sus errores, hemos de deponer toda ira o, por lo menos, domi­narla de tal manera como si la hubiéramos extinguido totalmente.

Mantengamos sereno nuestro espíritu, evitemos el des­precio en la mirada, las palabras hirientes; tengamos comprensión en el presente y esperanza en el futuro, como nos conviene a unos padres de verdad, que se preocupan sinceramente de la corrección y enmienda de sus hijos.

En los casos más graves, es mejor rogar a Dios con humildad que arrojar un torrente de palabras, ya  que éstas ofenden a los que las escuchan, sin que sirvan de provecho alguno a los culpables.

Oración

Señor, tú que has suscitado en san Juan Bosco un padre y un maestro para la juventud, danos también a nosotros un celo infatigable y un amor ardiente, que nos impulse a entregarnos al bien de los hermanos y a servirte a ti en ellos con fidelidad. Por nuestro Señor Jesucristo.


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