domingo, 27 de mayo de 2012

ESPECIAL PENTECOSTES


ESPECIAL DE PENTECOSTÉS, con explicación

 de los dones tomada de la catequesis de 

Papa Juan Pablo II

















Pentecostés es una de las celebraciones más importantes del calendario litúrgico, 
después de la Pascua.
En el Antiguo Testamento era la fiesta de la cosecha y, posteriormente los israelitas,

 la unieron a la alianza en el Monte Sinaí, 50 días después de la salida de Egipto.
 De ahí viene el nombre de pentecostés (50 días). En este día recordaban que Moisés 
subió al Monte Sinaí y recibió las Tablas de la Ley. El pueblo estableció un pacto con 
Dios, ellos se comprometían a vivir según sus mandatos y Dios se comprometía a estar
 siempre con ellos.
Los cristianos celebramos esta fiesta 50 días después de la Resurrección de Jesús.
Pero Pentecostés no es una fiesta aislada en el tiempo sino que junto con la Pascua
y la Ascensión forman una unidad. Son un sólo y único misterio.
El Espíritu es fruto de la Pascua. Estuvo en el nacimiento de la Iglesia, y sigue 
presente entre nosotros, renovándonos e impulsándonos a ser testigos de Jesús 
resucitado.

Algunos textos bíblicos:

Hech 2, 1-11
1 Cor 12, 3b-7.12.13
Rom 8, 8-17
Jn 20, 19-23

Fiesta de Pentecostés

Originalmente se denominaba “fiesta de las semanas” y tenía lugar siete semanas.
 después de la fiesta de los primeros frutos (Lv 23 15-21; Dt 169). Siete semanas son 
cincuenta días; de ahí el nombre de Pentecostés (igual a cincuenta) que recibió más
 tarde. Según Ex 34 22 se celebraba al término de la cosecha de la cebada y antes de
 comenzar la del trigo; era una fiesta movible pues dependía de cuándo llegaba cada
 año la cosecha a su sazón, pero tendría lugar casi siempre durante el mes judío de 
Siván, equivalente a nuestro Mayo/Junio. En su origen tenía un sentido fundamental
 de acción de gracias por la cosecha recogida, pero pronto se le añadió un sentido
 histórico: se celebraba en esta fiesta el hecho de la alianza y el don de la ley.
En el marco de esta fiesta judía, el libro de los Hechos coloca la efusión del 

Espíritu Santo sobre los apóstoles (Hch 2 1.4). A partir de este acontecimiento,
 Pentecostés se convierte también en fiesta cristiana de primera categoría
 (Hch 20 16; 1 Cor 168).

PENTECOSTÉS, algo más que la venida del espíritu...

La fiesta de Pentecostés es uno de los Domingos más importantes del año, 
después de la Pascua. En el Antiguo Testamento era la fiesta de la cosecha y,
 posteriormente, los israelitas, la unieron a la Alianza en el Monte Sinaí, cincuenta
 días después de la salida de Egipto.
Aunque durante mucho tiempo, debido a su importancia, esta fiesta fue llamada por 
el pueblo segunda Pascua, la liturgia actual de la Iglesia, si bien la mantiene como 
máxima solemnidad después de la festividad de Pascua, no pretende hacer un paralelo
 entre ambas, muy por el contrario, busca formar una unidad en donde se destaque
 Pentecostés como la conclusión de la cincuentena pascual. Vale decir como una fiesta 
de plenitud y no de inicio. Por lo tanto no podemos desvincularla de la Madre de todas
 las fiestas que es la Pascua.
En este sentido, Pentecostés, no es una fiesta autónoma y no puede quedar sólo como
 la fiesta en honor al Espíritu Santo. Aunque lamentablemente, hoy en día, son
 muchísimos los fieles que aún tienen esta visión parcial, lo que lleva a empobrecer
 su contenido.
Hay que insistir que, la fiesta de Pentecostés, es el segundo domingo más importante 
del año litúrgico en donde los cristianos tenemos la oportunidad de vivir intensamente
 la relación existente entre la Resurrección de Cristo, su Ascensión y la venida del
 Espíritu Santo.
Es bueno tener presente, entonces, que todo el tiempo de Pascua es, también, tiempo 
del Espíritu Santo, Espíritu que es fruto de la Pascua, que estuvo en el nacimiento de
 la Iglesia y que, además, siempre estará presente entre nosotros, inspirando nuestra
 vida, renovando nuestro interior e impulsándonos a ser testigos en medio de la 
realidad que nos corresponde vivir.

Culminar con una vigilia:

Entre las muchas actividades que se preparan para esta fiesta, se encuentran, las
ya tradicionales, Vigilias de Pentecostés que, bien pensadas y lo suficientement
e preparadas, pueden ser experiencias profundas y significativas para quienes
 participan en ellas.
Una vigilia, que significa “Noche en vela” porque se desarrolla de noche, es un acto
 litúrgico, una importante celebración de un grupo o una comunidad que vigila y 
reflexiona en oración mientras la población duerme. Se trata de estar despiertos
 durante la noche a la espera de la luz del día de una fiesta importante, en este caso 
Pentecostés. En ella se comparten, a la luz de la Palabra de Dios, experiencias,
 testimonios y vivencias. Todo en un ambiente de acogida y respeto.
Es importante tener presente que la lectura de la Sagrada Escritura, las oraciones,
 los cantos, los gestos, los símbolos, la luz, las imágenes, los colores, la celebración 
de la Eucaristía y la participación de la asamblea son elementos claves de una Vigilia.
En el caso de Pentecostés centramos la atención en el Espíritu Santo prometido por 
Jesús en reiteradas ocasiones y, ésta vigilia, puede llegar a ser muy atrayente,
 especialmente para los jóvenes, precisamente por el clima de oración, de alegría
 y fiesta.
Algo que nunca debiera estar ausente en una Vigilia de Pentecostés son los dones y 
los frutos del Espíritu Santo. A través de diversas formas y distintos recursos (lenguas
 de fuego, palomas, carteles, voces grabadas, tarjetas, pegatinas, etc.) debemos
 destacarlos y hacer que la gente los tenga presente, los asimile y los haga vida.
No sacamos nada con mencionarlos sólo para esta fiesta, o escribirlos en hermosas
 tarjetas, o en lenguas de fuego hechas en cartulinas fosforescentes, si no reconocemos
 que nuestro actuar diario está bajo la acción del Espíritu y de los frutos que vayamos
 produciendo.
Invoquemos, una vez más, al Espíritu Santo para que nos regale sus luces y su fuerza 
y, sobre todo, nos haga fieles testigos de Jesucristo, nuestro Señor.

Los siete dones del Espíritu Santo
Los siete dones del Espíritu Santo pertenecen en plenitud a Cristo, Hijo de David.
 Completan y llevan a su perfección las virtudes de quienes los reciben. Hacen a los
 fieles dóciles para obedecer con prontitud a las inspiraciones divinas.

Don de sabiduría 
Nos hace comprender la maravilla insondable de Dios y nos impulsa 

a buscarle sobre todas las cosas y en medio de nuestro trabajo y de nuestras
 obligaciones.

Don de inteligencia
Nos descubre con mayor claridad las riquezas de la fe.

Don de consejo 
Nos señala los caminos de la santidad, el querer de Dios en nuestra vida diaria,

 nos anima a seguir la solución que más concuerda con la gloria de Dios y el bien de
 los demás.

Don de fortaleza 
Nos alienta continuamente y nos ayuda a superar las dificultades que sin duda

 encontramos en nuestro caminar hacia Dios.

Don de ciencia 
Nos lleva a juzgar con rectitud las cosas creadas y a mantener nuestro corazón en 

Dios y en lo creado en la medida en que nos lleve a Él.

Don de piedad 
Nos mueve a tratar a Dios con la confianza con la que un hijo trata a su Padre.

Don de temor de Dios 
Nos induce a huir de las ocasiones de pecar, a no ceder a la tentación, a evitar todo

 mal que pueda contristar al Espíritu Santo, a temer radicalmente separarnos de Aquel 
a quien amamos y constituye nuestra razón de ser y de vivir. 

EL ESPÍRITU SANTO

DEL CATECISMO:


1830 La vida moral de los

 cristianos está sostenida por los
 dones del Espíritu Santo.
Estos son disposiciones permanentes

 que hacen al hombre dócil para
 seguir los impulsos del Espíritu 
Santo.
1831 Los siete dones del Espíritu 

Santo son:
sabiduría, inteligencia, consejo

fortaleza, ciencia, piedad y temor 
de Dios. Pertenecen en plenitud a
 Cristo, Hijo de David (cf Is 11, 1-2).
 Completan y llevan a su perfección
 las virtudes de quienes los reciben. Hacen a los fieles dóciles para obedecer con
 prontitud a las inspiraciones divinas.

Tu espíritu bueno me guíe por una tierra llana (Sal 143,10).
Todos los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios... 

Y, si hijos, también herederos; herederos de Dios y coherederos de Cristo (Rm 8,14.17)

Los dones del Espíritu Santo son hábitos sobrenaturales infundidos por Dios 

en las potencias del alma para recibir y secundar con facilidad las mociones 
del propio Espíritu Santo al modo divino o sobrehumano.

Los dones son infundidos por Dios. El alma no podría adquirir los dones por

 sus propias fuerzas ya que transcienden infinitamente todo el orden puramente 
natural. Los dones los poseen en algún grado todas las almas en gracia.
 Es incompatible con el pecado mortal.

El Espíritu Santo actúa los dones directa e inmediatamente como causa motora 

y principal, a diferencia de las virtudes infusas que son movidas o actuadas por
 el mismo hombre como causa motora y principal, aunque siempre bajo la previa 
moción de una gracia actual.

Los dones perfeccionan el acto sobrenatural de las las virtudes infusas.

Por la moción divina de los dones, el Espíritu Santo, inhabitante en el alma, rige

 y gobierna inmediatamente nuestra vida sobrenatural. Ya no es la razón humana 
la que manda y gobierna; es el Espíritu Santo mismo, que actúa como regla, motor 
y causa principal única de 
nuestros actos virtuosos, poniendo en movimiento todo el organismo de nuestra
 vida sobrenatural hasta llevarlo a su pleno desarrollo.

Número de dones: La interpretación unánime de los Padres y la enseñanza de la

 Iglesia enumera siete dones del Espíritu.


SABIDURÍA

Gusto para lo espiritual, capacidad de juzgar según la medida de Dios.
El primero y mayor de los siete dones.

S.S. Juan Pablo II, Catequesis sobre el Credo, 9-IV-89

La sabiduría "es la luz que se recibe de lo alto: es una participación especial en 

ese conocimiento misterioso y sumo, que es propio de Dios... Esta sabiduría superior 
es la raíz de un conocimiento nuevo, un conocimiento impregnado por la caridad, 
gracias al cual el alma adquiere familiaridad, por así decirlo, con las cosas divinas
 y prueba gusto en ellas. ... "Un cierto sabor de Dios" (Sto Tomás), por lo que el 
verdadero sabio no es simplemente el que sabe las cosas de Dios,sino el que las 
experimenta y las vive "

Además, el conocimiento sapiencial nos da una capacidad especial para juzgar

 las cosas humanas según la medida de Dios, a la luz de Dios. Iluminado por este
 don, el cristiano sabe ver interiormente las realidades del mundo: nadie mejor 
que él es capaz de apreciar los valores auténticos de la creación, mirándolos con
 los mismos ojos de Dios.

Ejemplo: "Cántico de las criaturas" de San Francisco de Asís... En todas estas almas

 se repiten las "grandes cosas" realizadas en María por el Espíritu. Ella, a quien
 la piedad tradicional venera como "Sedes Sapientiae", nos lleve a cada uno de
 nosotros a gustar interiormente las cosas celestes.

Gracias a este don toda la vida del cristiano con sus acontecimientos, sus aspiraciones, 

sus proyectos, sus realizaciones, llega a ser alcanzada por el soplo del Espíritu, que la
 impregna con la luz "que viene de lo Alto", como lo han testificado tantas almas 
escogidas también en nuestros tiempos... En todas estas almas se repiten las 
"grandes cosas" realizadas en María por el Espíritu Santo. 
Ella, a quien la piedad tradicional venera como "Sede Sapientiae", 
nos lleve a cada uno de nosotros a gustar interiormente las cosas celestes.

"La preferí a cetros y tronos, y, en su comparación, tuve en nada la riqueza" Sb 7:7-8.

Por la sabiduría juzgamos rectamente de Dios y de las cosas divinas por sus

 últimas y altísimas causas bajo el instinto especial del E.S., que nos las hace
saborear por cierta connaturlidad y simpatía. Es inseparable de la caridad.


INTELIGENCIA O ENTENDIMIENTO

Es una gracia del Espíritu Santo para comprender la Palabra de Dios y

 profundizar las verdades reveladas.

S.S. Juan Pablo II, Catequesis sobre el Credo, 16-IV-89

La fe es adhesión a Dios en el claroscuro del misterio; sin embargo es también 

búsqueda con el deseo de conocer más y mejor la verdad revelada. Ahora bien, 
este impulso interior nos viene del Espíritu, que juntamente con ella concede
 precisamente este don especial de inteligencia y casi de intuición de la verdad divina.

La palabra "inteligencia" deriva del latín intus legere, que significa "leer dentro", 

penetrar, comprender a fondo.Mediante este don el Espíritu Santo, que "escruta las
 profundidades de Dios" (1 Cor 2,10), comunica al creyente una chispa de capacidad 
penetrante que le abre el corazón a la gozosa percepción del designio amoroso de Dios.
 Se renueva entonces la experiencia de los discípulos de Emaús, los cuales, tras haber
 reconocido al Resucitado en la fracción del pan, se decían uno a otro: "
¿No ardía nuestro corazón mientras hablaba con nosotros en el camino, 
explicándonos las Escrituras?" (Lc 24:32)

Esta inteligencia sobrenatural se da no sólo a cada uno, sino también a la comunidad:

 a los Pastores que, como sucesores de los Apóstoles, son herederos de la promesa 
específica que Cristo les hizo (cfr Jn 14:26; 16:13) y a los fieles que, gracias a la
 "unción" del Espíritu (cfr 1 Jn 2:20 y 27) poseen un especial "sentido de la fe"
 (sensus fidei) que les guía en las opciones concretas.

Efectivamente, la luz del Espíritu, al mismo tiempo que agudiza la inteligencia 

de las cosas divinas, hace también mas límpida y penetrante la mirada sobre las
 cosas humanas. Gracias a ella se ven mejor los numerosos signos de Dios que
 están inscritos en la creación. Se descubre así la dimensión no puramente terrena
 de los acontecimientos, de los que está tejida la historia humana. Y se puede lograr
 hasta descifrar proféticamente el tiempo presente y el futuro. "¡signos de los tiempos,
 signos de Dios!".

Queridísimos fieles, dirijámonos al Espíritu Santo con las palabras de la liturgia:

 "Ven, Espíritu divino, manda tu luz desde el cielo" (Secuencia de Pentecostés).

Invoquemoslo por intercesión de Maria Santísima, la Virgen de la Escucha, que

 a la luz del Espíritu supo escrutar sin cansarse el sentido profundo de los misterios
 realizados en Ella por el Todopoderoso (cfr Lc 2, 19 y 51). La contemplación de 
las maravillas de Dios será también en nosotros fuente de alegría inagotable:
 "Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios mi salvador" 
(Lc 1, 46 s).


CONSEJO

Ilumina la conciencia en las opciones que la vida diaria le impone, 

sugiriéndole lo que es lícito, lo que corresponde, lo que conviene más al alma.

S.S. Juan Pablo II, Catequesis sobre el Credo, 7-V-89

2. Continuando la reflexión sobre los dones del Espíritu Santo, hoy tomamos 

en consideración el don de consejo. Se da al cristiano para iluminar la conciencia 
en las opciones que la vida diaria le impone.

Una necesidad que se siente mucho en nuestro tiempo, turbado por no pocos motivos 

de crisis y por una incertidumbre difundida acerca de los verdaderos valores,
 es la que se denomina «reconstrucción de las conciencias». Es decir, se advierte 
la necesidad de neutralizar algunos factores destructivos que fácilmente se 
insinúan en el espíritu humano, cuando está agitado por las pasiones, y la de 
introducir en ellas elementos sanos y positivos.

En este empeño de recuperación moral la Iglesia debe estar y está en primera línea:

 de aquí la invocación que brota del corazón de sus miembros -de todos nosotros para
 obtener ante todo la ayuda de una luz de lo Alto. El Espíritu de Dios sale al encuentro
 de esta súplica mediante el don de consejo, con el cual enriquece y perfecciona la virtud
 de la prudencia y guía al alma desde dentro, iluminándola sobre lo que debe hacer, 
especialmente cuando se trata de opciones importantes (por ejemplo, de dar respuesta
 a la vocación), o de un camino que recorrer entre dificultades y obstáculos. 
Y en realidad la experiencia confirma que «los pensamientos de los mortales son 
tímidos e inseguras nuestras ideas», como dice el Libro de la Sabiduría (9, 14).

3. El don de consejo actúa como un soplo nuevo en la conciencia, sugiriéndole lo

 que es lícito, lo que corresponde, lo que conviene más al alma (cfr San Buenaventura, 
Collationes de septem don is Spiritus Sancti, VII, 5). La conciencia se convierte entonces
 en el «ojo sano» del que habla el Evangelio (Mt 6, 22), y adquiere una especie de nueva
 pupila, gracias a la cual le es posible ver mejor que hay que hacer en una determinada
 circunstancia, aunque sea la más intrincada y difícil. El cristiano, ayudado por este don,
 penetra en el verdadero sentido de los valores evangélicos, en especial de los que 
manifiesta el sermón de la montaña (cfr Mt 5-7).

Por tanto, pidamos el don de consejo. Pidámoslo para nosotros y, de modo particular,

 para los Pastores de la Iglesia, llamados tan a menudo, en virtud de su deber, a tomar 
decisiones arduas y penosas.

Pidámoslo por intercesión de Aquella a quien saludamos en las letanías como

 Mater Boni Consilii, la Madre del Buen Consejo.


FORTALEZA

Fuerza sobrenatural que sostiene la virtud moral de la fortaleza. Para obrar

 valerosamente lo que Dios quiere de nosotros, y sobrellevar las contrariedades 
de la vida. Para resistir las instigaciones de las pasiones internas y las presiones 
del ambiente. Supera la timidez y la agresividad.

S.S. Juan Pablo II, Catequesis sobre el Credo, 14-V-89

1. En nuestro tiempo muchos ensalzan la fuerza física, llegando incluso a aprobar

 las manifestaciones extremas de la violencia. En realidad, el hombre cada día 
experimenta la propia debilidad, especialmente en el campo espiritual y moral, 
cediendo a los impulsos de las pasiones internas y a las presiones que sobre el
 ejerce el ambiente circundante.

2. Precisamente para resistir a estas múltiples instigaciones es necesaria la

 virtud de la fortaleza, que es una de las cuatro virtudes cardinales sobre las 
que se apoya todo el edificio de la vida moral: la fortaleza es la virtud de quien
 no se aviene a componendas en el cumplimiento del propio deber.

Esta virtud encuentra poco espacio en una sociedad en la que está difundida

 la práctica tanto del ceder y del acomodarse como la del atropello y la dureza
 en las relaciones económicas, sociales y políticas. La timidez y la agresividad
 son dos formas de falta de fortaleza que, a menudo, se encuentran en el
 comportamiento humano, con la consiguiente repetición del entristecedor 
espectáculo de quien es débil y vil con los poderosos, petulante y prepotente
con los indefensos.

3. Quizá nunca como hoy, la virtud moral de la fortaleza tiene necesidad de 

ser sostenida por el homónimo don del Espíritu Santo. El don de la fortaleza
 es un impulso sobrenatural, que da vigor al alma no solo en momentos dramáticos
 como el del martirio, sino también en las habituales condiciones de dificultad: 
en la lucha por permanecer coherentes con los propios principios; en el soportar
ofensas y ataques injustos; en la perseverancia valiente, incluso entre 
incomprensiones y hostilidades, en el camino de la verdad y de la honradez.

Cuando experimentamos, como Jesus en Getsemani, «la debilidad de la carne»

(cfr Mt 26, 41; Mc 14, 38), es decir, de la naturaleza humana sometida a las
 enfermedades físicas y psíquicas, tenemos que invocar del Espíritu Santo el 
don de la fortaleza para permanecer firmes y decididos en el camino del bien.
Entonces podremos repetir con San Pablo: «Me complazco en mis flaquezas, 
en las injurias, en las necesidades, en las persecuciones y las angustias sufridas
 por Cristo; pues, cuando estoy débil, entonces es cuando soy fuerte» (2 Cor 12, 10).

4. Son muchos los seguidores de Cristo -Pastores y fieles, sacerdotes, religiosos y

 laicos, comprometidos en todo campo del apostolado y de la vida social- que, en todos
 los tiempos y también en nuestro tiempo, han conocido y conocen el martirio del cuerpo
 y del alma, en íntima unión con la Mater Dolorosa junto la Cruz. ¡Ellos lo han
 superado todo gracias a este don del Espíritu!

Pidamos a María, a la que ahora saludamos como Regina caeli, nos obtenga el

 don de la fortaleza en todas las vicisitudes de la vida y en la hora de la muerte.


CIENCIA

Nos da a conocer el verdadero valor de las criaturas en su relación con el Creador.

S.S. Juan Pablo II, Catequesis sobre el Credo, 23-IV-89

1. La reflexión sobre los dones del Espíritu Santo, que hemos comenzado en los

 domingos anteriores, nos lleva hoy a hablar de otro don: el de ciencia, gracias
 al cual se nos da a conocer el verdadero valor de las criaturas en su relación con 
el Creador.

Sabemos que el hombre contemporáneo, precisamente en virtud del desarrollo de

 las ciencias, está expuesto particularmente a la tentación de dar una interpretación 
naturalista del mundo; ante la multiforme riqueza de las cosas, de su complejidad, 
variedad y belleza, corre el riesgo de absolutizarlas y casi de divinizarlas hasta 
hacer de ellas el fin supremo de su misma vida. Esto ocurre sobre todo cuando se 
trata de las riquezas, del placer, del poder que precisamente se pueden derivar 
de las cosas materiales. Estos son los ídolos principales, ante los que el mundo se 
postra demasiado a menudo.

2. Para resistir esa tentación sutil y para remediar las consecuencias nefastas a

 las que puede llevar, he aquí que el Espíritu Santo socorre al hombre con el don 
de la ciencia. Es esta la que le ayuda a valorar rectamente las cosas en su
 dependencia esencial del Creador. Gracias a ella -como escribe Santo Tomás-,
 el hombre no estima las criaturas más de lo que valen y no pone en ellas, sino
 en Dios, el fin de su propia vida (cfr S. Th., 11-II, q. 9, a. 4).

Así logra descubrir el sentido teológico de lo creado, viendo las cosas como

 manifestaciones verdaderas y reales, aunque limitadas, de la verdad, de la belleza, 
del amor infinito que es Dios, y como consecuencia, se siente impulsado a traducir
 este descubrimiento en alabanza, cantos, oración, acción de gracias. 
Esto es lo que tantas veces y de múltiples modos nos sugiere el Libro de los Salmos.
 ¿Quien no se acuerda de alguna de dichas manifestaciones? 
"El cielo proclama la gloria de Dios y el firmamento pregona la obra de sus manos"
 (Sal 18/19, 2; cfr Sal 8, 2); "Alabad al Señor en el cielo, alabadlo en su fuerte
 firmamento... Alabadlo sol y Luna, alabadlo estrellas radiantes" (Sal 148, 1. 3).

3. El hombre, iluminado por el don de la ciencia, descubre al mismo tiempo 

la infinita distancia que separa a las cosas del Creador, su intrínseca limitación,
 la insidia que pueden constituir, cuando, al pecar, hace de ellas mal uso. 
Es un descubrimiento que le lleva a advertir con pena su miseria y le empuja a
 volverse con mayor Ímpetu y confianza a Aquel que es el único que puede apagar 
plenamente la necesidad de infinito que le acosa.

Esta ha sido la experiencia de los Santos... Pero de forma absolutamente singular 

esta experiencia fue vivida por la Virgen que, con el ejemplo de su itinerario personal
 de fe, nos enseria a caminar "para que en medio de las vicisitudes del mundo, nuestros
 corazones estén firmes en la verdadera alegria" (Oración del domingo XXI 
del tiempo ordinario).


PIEDAD

Sana nuestro corazón de todo tipo de dureza y lo abre a la ternura para con 

Dios como Padre y para con los hermanos como hijos del mismo Padre. Clamar
 ¡Abba, Padre!
Un hábito sobrenatural infundido con la gracia santificante para excitar en la voluntad,

 por instinto del E.S., un afecto filial hacia Dios considerado como Padre y un sentimiento
 de fraternidad universal para con todos los hombres en cuanto hermanos e hijos 
del mismo Padre.

S.S. Juan Pablo II, Catequesis sobre el Credo, 28-V-1989.

1. La reflexión sobre los dones del Espíritu Santo nos lleva, hoy, a hablar de otro

 insigne don: la piedad. Mediante este, el Espíritu sana nuestro corazón de todo
 tipo de dureza y lo abre a la ternura para con Dios y para con los hermanos.

La ternura, como actitud sinceramente filial para con Dios, se expresa en la oración.

 La experiencia de la propia pobreza existencial, del vació que las cosas terrenas dejan 
en el alma, suscita en el hombre la necesidad de recurrir a Dios para obtener gracia, 
ayuda y perdón. El don de la piedad orienta y alimenta dicha exigencia, enriqueciéndola 
con sentimientos de profunda confianza para con Dios, 
experimentado como Padre providente y bueno. 
En este sentido escribía San Pablo: «Envió Dios a su Hijo..., 
para que recibiéramos la filiación adoptiva. La prueba de que sois hijos es que 
Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: Abbá, Padre! 
De modo que ya no eres esclavo, sino hijo...» (Gal 4, 4-7; cfr Rom 8, 15).

2. La ternura, como apertura auténticamente fraterna hacia el prójimo, se manifiesta

 en la mansedumbre. Con el don de la piedad el Espíritu infunde en el creyente una 
nueva capacidad de amor hacia los hermanos, haciendo su Corazón de alguna manera
 participe de la misma mansedumbre del Corazón de Cristo. El cristiano «piadoso» 
siempre sabe ver en los demás a hijos del mismo Padre, llamados a formar parte de la
 familia de Dios, que es la Iglesia. Por esto el se siente impulsado a tratarlos con la
 solicitud y la amabilidad propias de una genuina relación fraterna.

El don de la piedad, además, extingue en el corazón aquellos focos de tensión y de

 división como son la amargura, la cólera, la impaciencia, y lo alimenta con sentimientos
 de comprensión, de tolerancia, de perdón. Dicho don está, por tanto, en la raíz de
 aquella nueva comunidad humana, que se fundamenta en la civilización del amor.

3. Invoquemos del Espíritu Santo una renovada efusión de este don, confiando

 nuestra súplica a la intercesión de Maria, modelo sublime de ferviente oración y
 de dulzura materna. Ella, a quien la Iglesia en las Letanías lauretanas Saluda como
Vas insignae devotionis, nos ensetie a adorar a Dios «en espíritu y en verdad» (Jn 4, 23)
 y a abrirnos, con corazón manso y acogedor, a cuantos son sus hijos y, por tanto,
 nuestros hermanos. Se lo pedimos con las palabras de la «Salve Regina»: 
«i... 0 clemens, o pia, o dulcis Virgo Maria!».


TEMOR DE DIOS

Espíritu contrito ante Dios, concientes de las culpas y del castigo divino, pero 

dentro de la fe en la misericordia divina. Temor a ofender a Dios, humildemente
 reconociendo nuestra debilidad. Sobre todo: temor filial, que es el amor de Dios:
 el alma se preocupa de no disgustar a Dios, amado como Padre, de no ofenderlo
 en nada, de "permanecer" y de crecer en la caridad (cfr Jn 15, 4-7).

S.S. Juan Pablo II, Catequesis sobre el Credo, 11 -VI-1989.

1. Hoy deseo completar con vosotros la reflexión sobre los dones del Espíritu Santo.

 El Ultimo, en el orden de enumeración de estos dones, es el don de temor de Dios.

La Sagrada Escritura afirma que "Principio del saber, es el temor de Yahveh" 

(Sal 110/111, 10; Pr 1, 7). ¿Pero de que temor se trata? No ciertamente de ese 
«miedo de Dios» que impulsa a evitar pensar o acordarse de El, como de algo 
que turba e inquieta. Ese fue el estado de ánimo que, según la Biblia, impulsó
 a nuestros progenitores, después del pecado, a «ocultarse de la vista de Yahveh Dios
 por entre los árboles del jardín» (Gen 3, 8); este fue también el sentimiento del siervo
 infiel y malvado de la parábola evangélica, que escondió bajo tierra el talento recibido
 (cfr Mt 25, 18. 26).

Pero este concepto del temor-miedo no es el verdadero concepto del temor-don del

 Espíritu. Aquí se trata de algo mucho más noble y sublime: es el sentimiento sincero y 
trémulo que el hombre experimenta frente a la tremenda malestas de Dios, especialmente
 cuando reflexiona sobre las propias infidelidades y sobre el peligro de ser
 «encontrado falto de peso» (Dn 5, 27) en el juicio eterno, del que nadie puede escapar. 
El creyente se presenta y se pone ante Dios con el «espíritu contrito» y con el «corazón
 humillado» (cfr Sal 50/51, 19), sabiendo bien que debe atender a la propia salvación 
«con temor y temblor» (Flp, 12). Sin embargo, esto no significa miedo irracional, 
sino sentido de responsabilidad y de fidelidad a su ley.

2. El Espíritu Santo asume todo este conjunto y lo eleva con el don del temor de Dios. 

Ciertamente ello no excluye la trepidación que nace de la conciencia de las culpas 
cometidas y de la perspectiva del castigo divino, pero la suaviza con la fe en la
 misericordia divina y con la certeza de la solicitud paterna de Dios que quiere
 la salvación eterna de todos. Sin embargo, con este don, el Espíritu Santo infunde
 en el alma sobre todo el temor filial, que es el amor de Dios: el alma se preocupa 
entonces de no disgustar a Dios, amado como Padre, de no ofenderlo en nada, de 
"permanecer" y de crecer en la caridad (cfr Jn 15, 4-7).

3. De este santo y justo temor, conjugado en el alma con el amor de Dios, depende

 toda la práctica de las virtudes cristianas, y especialmente de la humildad, de la
 templanza, de la castidad, de la mortificación de los sentidos. Recordemos la exhortación
 del Apóstol Pablo a sus cristianos: "Queridos míos, purifiquémonos de toda mancha 
de la carne y del espíritu, consumando la santificación en el temor de Dios» (2 Cor 7, 1).

Es una advertencia para todos nosotros que, a veces, con tanta facilidad transgredimos 

la ley de Dios, ignorando o desafiando sus castigos. Invoquemos al Espíritu Santo a fin 
de que infunda largamente el don del santo temor de Dios en los hombres de nuestro
 tiempo. Invoquémoslo por intercesión de Aquella que, al anuncio del mensaje celeste 
o se conturbó» (Lc 1, 29) y, aun trepidante por la inaudita responsabilidad que se
 le confiaba, supo pronunciar el fiat» de la fe, de la obediencia y del amor.

ORACION

Ven Espíritu Divino


Ven, Espíritu divino, manda tu luz desde el cielo.

Padre amoroso del pobre; don en tus dones espléndido;
luz que penetras las almas; fuente del mayor consuelo.

Ven, dulce huésped del alma, descanso de nuestro esfuerzo,
tregua en el duro trabajo, brisa en las horas de fuego,
gozo que enjuga las lágrimas y reconforta en los duelos.

Entra hasta el fondo del alma, divina luz, y enriquécenos.
Mira el vacío del hombre, si tú le faltas por dentro;
mira el poder del pecado, cuando no envías tu aliento.

Riega la tierra en sequía, sana el corazón enfermo,
lava las manchas, infunde calor de vida en el hielo,
doma el espíritu indómito, guía al que tuerce el sendero.

Reparte tus siete dones, según la fe de tus siervos;
por tu bondad y tu gracia, dale al esfuerzo su mérito;
salva al que busca salvarse y danos tu gozo eterno.
Amén.

sábado, 26 de mayo de 2012

PENTECOSTES



¿Qué es Pentecostés?



"Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados. . . " (Jn 20,21)
Pentecostés, cincuenta días después de la fiesta pascual, cincuenta días de espera que se hacía cada vez más intensa a partir, sobre todo, del día de la Ascensión. Ha sido un período de preparación al gran acontecimiento de la venida del Paráclito. El día de Pentecostés, se rememora ese momento en que se inicia la gran singladura de conducir a todos los hombres a la vida eterna, actualizar en cada uno los méritos de la Redención.
En efecto, con su venida, los apóstoles recuperan las fuerzas perdidas, renuevan la ilusión y el entusiasmo, aumentan el valor y el coraje para dar testimonio ante todo el mundo de su fe en Cristo Jesús. Hasta ese momento siguen con las puertas atrancadas por miedo a los judíos. Desde que el Espíritu descendió sobre ellos las puertas quedaron abiertas, cayó la mordaza del miedo y del respeto humano. Ante toda Jerusalén primero, proclamaron que Jesús había muerto por la salvación de todos, y también que había resucitado y había sido glorificado, que sólo en Él estaba la redención del mundo entero. Fue el primer atrevimiento que pronto suscitaría una persecución que hoy, después de veinte siglos, todavía sigue en pie de guerra. Porque hemos de reconocer que las insidias de los enemigos de Cristo y de su Iglesia no han cesado. Unas veces de forma abierta y frontal, imponiendo el silencio con la violencia. Otras veces el ataque es tangencial, solapado y ladino. La sonrisa maliciosa, la adulación infame, la indiferencia que corroe, la corrupción de la familia, la degradación del sexo, la orquesta- ción a escala internacional de campanas contra el Papa.
Las fuerzas del mal no descansan, los hijos de las tinieblas continúan con denuedo su afán demoledor de cuanto anunció Jesucristo. Lo peor es que hay muchos ingenuos que no lo quieren ver, que no saben descubrir detrás de lo que parece inofensivo, los signos de los tiempos dicen a veces, la ofensiva feroz del que como león rugiente merodea a la busca de quien devorar.
Pero Dios puede más. El Espíritu no deja de latir sobre las aguas del mundo. La fuerza de su viento sigue empujando la barca de Pedro, las velas multicolores de todos los creyentes. De una parte, por la efusión y la potencia del Espíritu Santo, los pecados nos son perdonados en el bautismo y en la penitencia. Por otra parte, el Paráclito nos ilumina, nos consuela, nos transforma, nos lanza como brasas encendidas en el mundo apagado y frío. Por eso, a pesar de todo, la aventura de amar y redimir, como lo hizo Cristo, sigue siendo una realidad palpitante y gozosa, una llamada urgente a todos los hombres, para que prendan el fuego de Dios en el universo entero.
El Espíritu Santo, que Dios había prometido a los profetas para cambiar el corazón de los hombres, ha llegado. Ahora conocemos a fondo a Jesús y nuestra conducta cambia. Ahora no sólo hablamos de Jesús sino que obramos como Jesús. Hemos sido transfiormados, conocemos la voluntad de Dios y poseemos la fuerza para dar testimonio del Evangelio. Tenemos una misión que cumplir en el mundo y contamos con la fuerza suficiente para llevarla a cabo. El Espíritu Santo es el amor que nos estrecha con el Padre, con Jesucristo y entre nosotros. Ya no caben aislamientos, segregaciones, sino comunión en el amor. No divisiones,sino unidad. San Agustín nos recuerda que «cada uno de nosotros puede saber cuánto posee del Espíritu de Dios, según el amor que siente por la Iglesia». Aún con lodo, nuestro poseer el Espíritu Santo no es tanto una realidad acabada, cuanto una semilla en evolución que alcanzará su plena madurez cuando seamos definitivamente transformados en Cristo.
El Señor dijo a los discípulos: Id y y sed los maestros de todas las naciones; bautizadlas en el nombre del Padre y del Hijo Y del Espíritu Santo. Con este mandato les daba el poder de regenerar a los hombres en Dios.
Dios había prometido por boca de sus profetas que en los últimos días derramaría su Espíritu sobre sus siervos y siervas, y que éstos profetizarían; por esto descendió el Espíritu Santo sobre el Hijo de Dios, que se había hecho Hijo del hombre, para así, permaneciendo en él, habitar en el género humano, reposar sobre los hombres y residir en la obra plasmada por las manos de Dios, realizando así en el hombre la voluntad del Padre y renovándolo de la antigua condición a la nueva, creada en Cristo.
Y Lucas nos narra cómo este Espíritu, después de la ascensión del Señor, descendió sobre los discípulos el día de Pentecostés,
con el poder de dar a todos los hombres entrada en la vida y para dar su plenitud a la nueva alianza; por esto, todos a una, los discípulos alababan a Dios en todas las lenguas al reducir el Espíritu a la unidad los pueblos distantes y ofrecer al Padre las primicias de todas las naciones.
Por esto el Señor prometió que nos enviaría aquel Abogado que nos haría capaces de Dios.Pues, del mismo modo que el trigo seco no puede convertirse en una masa compacta y en un solo pan, si antes no es humedecido, así también nosotros, que somos muchos, no podíamos convertirnos en una sola cosa en Cristo Jesús, sin esta agua que baja del cielo. Y, así como la tierra árida no da fruto, si no recibe el agua, así también nosotros, que éramos antes como un leño árido, nunca hubiéramos dado el fruto de vida, sin esta gratuita lluvia de la alto.
Nuestros cuerpos, en efecto, recibieron por el baño bautismal la unidad destinada a la incorrupción, pero nuestras almas la recibieron por el Espíritu.
El Espíritu de Dios descendió sobre el Señor, Espíritu de sabiduría y de inteligencia, Espíritu de consejo y de fortaleza, Espíritu de ciencia y de temor del Señor, y el Señor, a su vez, lo dio a la Iglesia, enviando al Abogado sobre toda la tierra desde el cielo, que fue de donde dijo el Señor que había sido arrojado Satanás como un rayo; por esto necesitamos de este rocío divino, para que demos fruto y no seamos lanzados al fuego; y, ya que tenemos quién nos acusa, tengamos también un Abogado, pues que el Señor encomienda al Espíritu Santo el cuidado del hombre, posesión suya, que había caído en manos de ladrones, del cual se compadeció y vendó sus heridas, entregando después los dos denarios regios para que nosotros, recibiendo por el Espíritu la imagen y la inscripción del Padre y del Hijo, hagamos fructificar el denario que se nos ha confiado, retornándolo al Señor con intereses.


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Publicado por Blogger para Capilla San Martín de Porres el 5/26/2012 08:22:00 AM

lunes, 14 de mayo de 2012

Credo de Nicea-Constantinopla


Credo de Nicea-Constantinopla

Creo en un solo Dios, Padre Todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra, de todo lo visible y lo invisible.

Creo en un solo Señor, Jesucristo, Hijo único de Dios, nacido del Padre antes de todos los siglos: Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado, no creado, de la misma naturaleza del Padre, por quien todo fue hecho; que por nosotros, los hombres, y por nuestra salvación bajó del cielo,

y por obra del Espíritu Santo se encarnó de María, la Virgen, y se hizo hombre;


y por nuestra causa fue crucificado en tiempos de Poncio Pilato; padeció y fue sepultado,

y resucitó al tercer día, según las Escrituras,

y subió al cielo, y está sentado a la derecha del Padre;

y de nuevo vendrá con gloria para juzgar a, vivos y muertos, y su reino no tendrá fin.
Creo-en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida, que procede del Padre y del Hijo, que con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria, y que habló por los profetas.


Creo en la Iglesia, que es una, santa, católica y apostólica.
Confieso que hay un solo Bautismo para el perdón de los pecados. Espero la resurrección de los muertos
y la vida del mundo futuro. Amén.

CARTA APOSTÓLICA EN FORMA DE MOTU PROPRIO PORTA FIDEI


CARTA APOSTÓLICA
EN FORMA DE MOTU PROPRIO
PORTA FIDEI
DEL SUMO PONTÍFICE
BENEDICTO XVI
CON LA QUE SE CONVOCA EL AÑO DE LA FE

1. «La puerta de la fe» (cf. Hch 14, 27), que introduce en la vida de comunión con Dios y permite la entrada en su Iglesia, está siempre abierta para nosotros. Se cruza ese umbral cuando la Palabra de Dios se anuncia y el corazón se deja plasmar por la gracia que transforma. Atravesar esa puerta supone emprender un camino que dura toda la vida. Éste empieza con el bautismo (cf. Rm 6, 4), con el que podemos llamar a Dios con el nombre de Padre, y se concluye con el paso de la muerte a la vida eterna, fruto de la resurrección del Señor Jesús que, con el don del Espíritu Santo, ha querido unir en su misma gloria a cuantos creen en él (cf. Jn 17, 22). Profesar la fe en la Trinidad –Padre, Hijo y Espíritu Santo– equivale a creer en un solo Dios que es Amor (cf. 1 Jn 4, 8): el Padre, que en la plenitud de los tiempos envió a su Hijo para nuestra salvación; Jesucristo, que en el misterio de su muerte y resurrección redimió al mundo; el Espíritu Santo, que guía a la Iglesia a través de los siglos en la espera del retorno glorioso del Señor.
2. Desde el comienzo de mi ministerio como Sucesor de Pedro, he recordado la exigencia de redescubrir el camino de la fe para iluminar de manera cada vez más clara la alegría y el entusiasmo renovado del encuentro con Cristo. En la homilía de la santa Misa de inicio del Pontificado decía: «La Iglesia en su conjunto, y en ella sus pastores, como Cristo han de ponerse en camino para rescatar a los hombres del desierto y conducirlos al lugar de la vida, hacia la amistad con el Hijo de Dios, hacia Aquel que nos da la vida, y la vida en plenitud»[1]. Sucede hoy con frecuencia que los cristianos se preocupan mucho por las consecuencias sociales, culturales y políticas de su compromiso, al mismo tiempo que siguen considerando la fe como un presupuesto obvio de la vida común. De hecho, este presupuesto no sólo no aparece como tal, sino que incluso con frecuencia es negado[2]. Mientras que en el pasado era posible reconocer un tejido cultural unitario, ampliamente aceptado en su referencia al contenido de la fe y a los valores inspirados por ella, hoy no parece que sea ya así en vastos sectores de la sociedad, a causa de una profunda crisis de fe que afecta a muchas personas.
3. No podemos dejar que la sal se vuelva sosa y la luz permanezca oculta (cf. Mt 5, 13-16). Como la samaritana, también el hombre actual puede sentir de nuevo la necesidad de acercarse al pozo para escuchar a Jesús, que invita a creer en él y a extraer el agua viva que mana de su fuente (cf. Jn4, 14). Debemos descubrir de nuevo el gusto de alimentarnos con la Palabra de Dios, transmitida fielmente por la Iglesia, y el Pan de la vida, ofrecido como sustento a todos los que son sus discípulos (cf. Jn 6, 51). En efecto, la enseñanza de Jesús resuena todavía hoy con la misma fuerza: «Trabajad no por el alimento que perece, sino por el alimento que perdura para la vida eterna» (Jn6, 27). La pregunta planteada por los que lo escuchaban es también hoy la misma para nosotros: «¿Qué tenemos que hacer para realizar las obras de Dios?» (Jn 6, 28). Sabemos la respuesta de Jesús: «La obra de Dios es ésta: que creáis en el que él ha enviado» (Jn 6, 29). Creer en Jesucristo es, por tanto, el camino para poder llegar de modo definitivo a la salvación.
4. A la luz de todo esto, he decidido convocar un Año de la fe. Comenzará el 11 de octubre de 2012, en el cincuenta aniversario de la apertura del Concilio Vaticano II, y terminará en la solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo, el 24 de noviembre de 2013. En la fecha del 11 de octubre de 2012, se celebrarán también los veinte años de la publicación del Catecismo de la Iglesia Católica, promulgado por mi Predecesor, el beato Papa Juan Pablo II,[3]con la intención de ilustrar a todos los fieles la fuerza y belleza de la fe. Este documento, auténtico fruto del Concilio Vaticano II, fue querido por el Sínodo Extraordinario de los Obispos de 1985 como instrumento al servicio de la catequesis[4], realizándose mediante la colaboración de todo el Episcopado de la Iglesia católica. Y precisamente he convocado la Asamblea General del Sínodo de los Obispos, en el mes de octubre de 2012, sobre el tema de La nueva evangelización para la transmisión de la fe cristiana. Será una buena ocasión para introducir a todo el cuerpo eclesial en un tiempo de especial reflexión y redescubrimiento de la fe. No es la primera vez que la Iglesia está llamada a celebrar un Año de la fe. Mi venerado Predecesor, el Siervo de Dios Pablo VI, proclamó uno parecido en 1967, para conmemorar el martirio de los apóstoles Pedro y Pablo en el décimo noveno centenario de su supremo testimonio. Lo concibió como un momento solemne para que en toda la Iglesia se diese «una auténtica y sincera profesión de la misma fe»; además, quiso que ésta fuera confirmada de manera «individual y colectiva, libre y consciente, interior y exterior, humilde y franca»[5]. Pensaba que de esa manera toda la Iglesia podría adquirir una «exacta conciencia de su fe, para reanimarla, para purificarla, para confirmarla y para confesarla»[6]. Las grandes transformaciones que tuvieron lugar en aquel Año, hicieron que la necesidad de dicha celebración fuera todavía más evidente. Ésta concluyó con la Profesión de fe del Pueblo de Dios[7], para testimoniar cómo los contenidos esenciales que desde siglos constituyen el patrimonio de todos los creyentes tienen necesidad de ser confirmados, comprendidos y profundizados de manera siempre nueva, con el fin de dar un testimonio coherente en condiciones históricas distintas a las del pasado.
5. En ciertos aspectos, mi Venerado Predecesor vio ese Año como una «consecuencia y exigencia postconciliar»[8], consciente de las graves dificultades del tiempo, sobre todo con respecto a la profesión de la fe verdadera y a su recta interpretación. He pensado que iniciar el Año de la fecoincidiendo con el cincuentenario de la apertura del Concilio Vaticano II puede ser una ocasión propicia para comprender que los textos dejados en herencia por los Padres conciliares, según las palabras del beato Juan Pablo II, «no pierden su valor ni su esplendor. Es necesario leerlos de manera apropiada y que sean conocidos y asimilados como textos cualificados y normativos del Magisterio, dentro de la Tradición de la Iglesia. […] Siento más que nunca el deber de indicar el Concilio como la gran gracia de la que la Iglesia se ha beneficiado en el siglo XX. Con el Concilio se nos ha ofrecido una brújula segura para orientarnos en el camino del siglo que comienza»[9]. Yo también deseo reafirmar con fuerza lo que dije a propósito del Concilio pocos meses después de mi elección como Sucesor de Pedro: «Si lo leemos y acogemos guiados por una hermenéutica correcta, puede ser y llegar a ser cada vez más una gran fuerza para la renovación siempre necesaria de la Iglesia»[10].
6. La renovación de la Iglesia pasa también a través del testimonio ofrecido por la vida de los creyentes: con su misma existencia en el mundo, los cristianos están llamados efectivamente a hacer resplandecer la Palabra de verdad que el Señor Jesús nos dejó. Precisamente el Concilio, en la Constitución dogmática Lumen gentium, afirmaba: «Mientras que Cristo, “santo, inocente, sin mancha” (Hb 7, 26), no conoció el pecado (cf. 2 Co 5, 21), sino que vino solamente a expiar los pecados del pueblo (cf. Hb 2, 17), la Iglesia, abrazando en su seno a los pecadores, es a la vez santa y siempre necesitada de purificación, y busca sin cesar la conversión y la renovación. La Iglesia continúa su peregrinación “en medio de las persecuciones del mundo y de los consuelos de Dios”, anunciando la cruz y la muerte del Señor hasta que vuelva (cf. 1 Co 11, 26). Se siente fortalecida con la fuerza del Señor resucitado para poder superar con paciencia y amor todos los sufrimientos y dificultades, tanto interiores como exteriores, y revelar en el mundo el misterio de Cristo, aunque bajo sombras, sin embargo, con fidelidad hasta que al final se manifieste a plena luz»[11].
En esta perspectiva, el Año de la fe es una invitación a una auténtica y renovada conversión al Señor, único Salvador del mundo. Dios, en el misterio de su muerte y resurrección, ha revelado en plenitud el Amor que salva y llama a los hombres a la conversión de vida mediante la remisión de los pecados (cf. Hch 5, 31). Para el apóstol Pablo, este Amor lleva al hombre a una nueva vida: «Por el bautismo fuimos sepultados con él en la muerte, para que, lo mismo que Cristo resucitó de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en una vida nueva» (Rm 6, 4). Gracias a la fe, esta vida nueva plasma toda la existencia humana en la novedad radical de la resurrección. En la medida de su disponibilidad libre, los pensamientos y los afectos, la mentalidad y el comportamiento del hombre se purifican y transforman lentamente, en un proceso que no termina de cumplirse totalmente en esta vida. La «fe que actúa por el amor» (Ga 5, 6) se convierte en un nuevo criterio de pensamiento y de acción que cambia toda la vida del hombre (cf. Rm 12, 2;Col 3, 9-10; Ef 4, 20-29; 2 Co 5, 17).
7. «Caritas Christi urget nos» (2 Co 5, 14): es el amor de Cristo el que llena nuestros corazones y nos impulsa a evangelizar. Hoy como ayer, él nos envía por los caminos del mundo para proclamar su Evangelio a todos los pueblos de la tierra (cf. Mt 28, 19). Con su amor, Jesucristo atrae hacia sí a los hombres de cada generación: en todo tiempo, convoca a la Iglesia y le confía el anuncio del Evangelio, con un mandato que es siempre nuevo. Por eso, también hoy es necesario un compromiso eclesial más convencido en favor de una nueva evangelización para redescubrir la alegría de creer y volver a encontrar el entusiasmo de comunicar la fe. El compromiso misionero de los creyentes saca fuerza y vigor del descubrimiento cotidiano de su amor, que nunca puede faltar. La fe, en efecto, crece cuando se vive como experiencia de un amor que se recibe y se comunica como experiencia de gracia y gozo. Nos hace fecundos, porque ensancha el corazón en la esperanza y permite dar un testimonio fecundo: en efecto, abre el corazón y la mente de los que escuchan para acoger la invitación del Señor a aceptar su Palabra para ser sus discípulos. Como afirma san Agustín, los creyentes «se fortalecen creyendo»[12]. El santo Obispo de Hipona tenía buenos motivos para expresarse de esta manera. Como sabemos, su vida fue una búsqueda continua de la belleza de la fe hasta que su corazón encontró descanso en Dios.[13]Sus numerosos escritos, en los que explica la importancia de creer y la verdad de la fe, permanecen aún hoy como un patrimonio de riqueza sin igual, consintiendo todavía a tantas personas que buscan a Dios encontrar el sendero justo para acceder a la «puerta de la fe».
Así, la fe sólo crece y se fortalece creyendo; no hay otra posibilidad para poseer la certeza sobre la propia vida que abandonarse, en un in crescendo continuo, en las manos de un amor que se experimenta siempre como más grande porque tiene su origen en Dios.
8. En esta feliz conmemoración, deseo invitar a los hermanos Obispos de todo el Orbe a que se unan al Sucesor de Pedro en el tiempo de gracia espiritual que el Señor nos ofrece para rememorar el don precioso de la fe. Queremos celebrar este Año de manera digna y fecunda. Habrá que intensificar la reflexión sobre la fe para ayudar a todos los creyentes en Cristo a que su adhesión al Evangelio sea más consciente y vigorosa, sobre todo en un momento de profundo cambio como el que la humanidad está viviendo. Tendremos la oportunidad de confesar la fe en el Señor Resucitado en nuestras catedrales e iglesias de todo el mundo; en nuestras casas y con nuestras familias, para que cada uno sienta con fuerza la exigencia de conocer y transmitir mejor a las generaciones futuras la fe de siempre. En este Año, las comunidades religiosas, así como las parroquiales, y todas las realidades eclesiales antiguas y nuevas, encontrarán la manera de profesar públicamente el Credo.
9. Deseamos que este Año suscite en todo creyente la aspiración a confesar la fe con plenitud y renovada convicción, con confianza y esperanza. Será también una ocasión propicia para intensificar la celebración de la fe en la liturgia, y de modo particular en la Eucaristía, que es «la cumbre a la que tiende la acción de la Iglesia y también la fuente de donde mana toda su fuerza»[14]. Al mismo tiempo, esperamos que el testimonio de vida de los creyentes sea cada vez más creíble. Redescubrir los contenidos de la fe profesada, celebrada, vivida y rezada[15], y reflexionar sobre el mismo acto con el que se cree, es un compromiso que todo creyente debe de hacer propio, sobre todo en este Año.
No por casualidad, los cristianos en los primeros siglos estaban obligados a aprender de memoria el Credo. Esto les servía como oración cotidiana para no olvidar el compromiso asumido con el bautismo. San Agustín lo recuerda con unas palabras de profundo significado, cuando en unsermón sobre la redditio symboli, la entrega del Credo, dice: «El símbolo del sacrosanto misterio que recibisteis todos a la vez y que hoy habéis recitado uno a uno, no es otra cosa que las palabras en las que se apoya sólidamente la fe de la Iglesia, nuestra madre, sobre la base inconmovible que es Cristo el Señor. […] Recibisteis y recitasteis algo que debéis retener siempre en vuestra mente y corazón y repetir en vuestro lecho; algo sobre lo que tenéis que pensar cuando estáis en la calle y que no debéis olvidar ni cuando coméis, de forma que, incluso cuando dormís corporalmente, vigiléis con el corazón»[16].
10. En este sentido, quisiera esbozar un camino que sea útil para comprender de manera más profunda no sólo los contenidos de la fe sino, juntamente también con eso, el acto con el que decidimos de entregarnos totalmente y con plena libertad a Dios. En efecto, existe una unidad profunda entre el acto con el que se cree y los contenidos a los que prestamos nuestro asentimiento. El apóstol Pablo nos ayuda a entrar dentro de esta realidad cuando escribe: «con el corazón se cree y con los labios se profesa» (cf. Rm 10, 10). El corazón indica que el primer acto con el que se llega a la fe es don de Dios y acción de la gracia que actúa y transforma a la persona hasta en lo más íntimo.
A este propósito, el ejemplo de Lidia es muy elocuente. Cuenta san Lucas que Pablo, mientras se encontraba en Filipos, fue un sábado a anunciar el Evangelio a algunas mujeres; entre estas estaba Lidia y el «Señor le abrió el corazón para que aceptara lo que decía Pablo» (Hch 16, 14). El sentido que encierra la expresión es importante. San Lucas enseña que el conocimiento de los contenidos que se han de creer no es suficiente si después el corazón, auténtico sagrario de la persona, no está abierto por la gracia que permite tener ojos para mirar en profundidad y comprender que lo que se ha anunciado es la Palabra de Dios.
Profesar con la boca indica, a su vez, que la fe implica un testimonio y un compromiso público. El cristiano no puede pensar nunca que creer es un hecho privado. La fe es decidirse a estar con el Señor para vivir con él. Y este «estar con él» nos lleva a comprender las razones por las que se cree. La fe, precisamente porque es un acto de la libertad, exige también la responsabilidad social de lo que se cree. La Iglesia en el día de Pentecostés muestra con toda evidencia esta dimensión pública del creer y del anunciar a todos sin temor la propia fe. Es el don del Espíritu Santo el que capacita para la misión y fortalece nuestro testimonio, haciéndolo franco y valeroso.
La misma profesión de fe es un acto personal y al mismo tiempo comunitario. En efecto, el primer sujeto de la fe es la Iglesia. En la fe de la comunidad cristiana cada uno recibe el bautismo, signo eficaz de la entrada en el pueblo de los creyentes para alcanzar la salvación. Como afirma elCatecismo de la Iglesia Católica: «“Creo”: Es la fe de la Iglesia profesada personalmente por cada creyente, principalmente en su bautismo. “Creemos”: Es la fe de la Iglesia confesada por los obispos reunidos en Concilio o, más generalmente, por la asamblea litúrgica de los creyentes. “Creo”, es también la Iglesia, nuestra Madre, que responde a Dios por su fe y que nos enseña a decir: “creo”, “creemos”»[17].
Como se puede ver, el conocimiento de los contenidos de la fe es esencial para dar el propioasentimiento, es decir, para adherirse plenamente con la inteligencia y la voluntad a lo que propone la Iglesia. El conocimiento de la fe introduce en la totalidad del misterio salvífico revelado por Dios. El asentimiento que se presta implica por tanto que, cuando se cree, se acepta libremente todo el misterio de la fe, ya que quien garantiza su verdad es Dios mismo que se revela y da a conocer su misterio de amor[18].
Por otra parte, no podemos olvidar que muchas personas en nuestro contexto cultural, aún no reconociendo en ellos el don de la fe, buscan con sinceridad el sentido último y la verdad definitiva de su existencia y del mundo. Esta búsqueda es un auténtico «preámbulo» de la fe, porque lleva a las personas por el camino que conduce al misterio de Dios. La misma razón del hombre, en efecto, lleva inscrita la exigencia de «lo que vale y permanece siempre»[19]. Esta exigencia constituye una invitación permanente, inscrita indeleblemente en el corazón humano, a ponerse en camino para encontrar a Aquel que no buscaríamos si no hubiera ya venido[20]. La fe nos invita y nos abre totalmente a este encuentro.
11. Para acceder a un conocimiento sistemático del contenido de la fe, todos pueden encontrar en el Catecismo de la Iglesia Católica un subsidio precioso e indispensable. Es uno de los frutos más importantes del Concilio Vaticano II. En la Constitución apostólica Fidei depositum, firmada precisamente al cumplirse el trigésimo aniversario de la apertura del Concilio Vaticano II, el beato Juan Pablo II escribía: «Este Catecismo es una contribución importantísima a la obra de renovación de la vida eclesial... Lo declaro como regla segura para la enseñanza de la fe y como instrumento válido y legítimo al servicio de la comunión eclesial»[21].
Precisamente en este horizonte, el Año de la fe deberá expresar un compromiso unánime para redescubrir y estudiar los contenidos fundamentales de la fe, sintetizados sistemática y orgánicamente en el Catecismo de la Iglesia CatólicaEn efecto, en él se pone de manifiesto la riqueza de la enseñanza que la Iglesia ha recibido, custodiado y ofrecido en sus dos mil años de historia. Desde la Sagrada Escritura a los Padres de la Iglesia, de los Maestros de teología a los Santos de todos los siglos, el Catecismo ofrece una memoria permanente de los diferentes modos en que la Iglesia ha meditado sobre la fe y ha progresado en la doctrina, para dar certeza a los creyentes en su vida de fe.
En su misma estructura, el Catecismo de la Iglesia Católica presenta el desarrollo de la fe hasta abordar los grandes temas de la vida cotidiana. A través de sus páginas se descubre que todo lo que se presenta no es una teoría, sino el encuentro con una Persona que vive en la Iglesia. A la profesión de fe, de hecho, sigue la explicación de la vida sacramental, en la que Cristo está presente y actúa, y continúa la construcción de su Iglesia. Sin la liturgia y los sacramentos, la profesión de fe no tendría eficacia, pues carecería de la gracia que sostiene el testimonio de los cristianos. Del mismo modo, la enseñanza del Catecismo sobre la vida moral adquiere su pleno sentido cuando se pone en relación con la fe, la liturgia y la oración.
12. Así, pues, el Catecismo de la Iglesia Católica podrá ser en este Año un verdadero instrumento de apoyo a la fe, especialmente para quienes se preocupan por la formación de los cristianos, tan importante en nuestro contexto cultural. Para ello, he invitado a la Congregación para la Doctrina de la Fe a que, de acuerdo con los Dicasterios competentes de la Santa Sede, redacte una Nota con la que se ofrezca a la Iglesia y a los creyentes algunas indicaciones para vivir esteAño de la fe de la manera más eficaz y apropiada, ayudándoles a creer y evangelizar.
En efecto, la fe está sometida más que en el pasado a una serie de interrogantes que provienen de un cambio de mentalidad que, sobre todo hoy, reduce el ámbito de las certezas racionales al de los logros científicos y tecnológicos. Pero la Iglesia nunca ha tenido miedo de mostrar cómo entre la fe y la verdadera ciencia no puede haber conflicto alguno, porque ambas, aunque por caminos distintos, tienden a la verdad[22].
13. A lo largo de este Año, será decisivo volver a recorrer la historia de nuestra fe, que contempla el misterio insondable del entrecruzarse de la santidad y el pecado. Mientras lo primero pone de relieve la gran contribución que los hombres y las mujeres han ofrecido para el crecimiento y desarrollo de las comunidades a través del testimonio de su vida, lo segundo debe suscitar en cada uno un sincero y constante acto de conversión, con el fin de experimentar la misericordia del Padre que sale al encuentro de todos.
Durante este tiempo, tendremos la mirada fija en Jesucristo, «que inició y completa nuestra fe» (Hb12, 2): en él encuentra su cumplimiento todo afán y todo anhelo del corazón humano. La alegría del amor, la respuesta al drama del sufrimiento y el dolor, la fuerza del perdón ante la ofensa recibida y la victoria de la vida ante el vacío de la muerte, todo tiene su cumplimiento en el misterio de su Encarnación, de su hacerse hombre, de su compartir con nosotros la debilidad humana para transformarla con el poder de su resurrección. En él, muerto y resucitado por nuestra salvación, se iluminan plenamente los ejemplos de fe que han marcado los últimos dos mil años de nuestra historia de salvación.
Por la fe, María acogió la palabra del Ángel y creyó en el anuncio de que sería la Madre de Dios en la obediencia de su entrega (cf. Lc 1, 38). En la visita a Isabel entonó su canto de alabanza al Omnipotente por las maravillas que hace en quienes se encomiendan a Él (cf. Lc 1, 46-55). Con gozo y temblor dio a luz a su único hijo, manteniendo intacta su virginidad (cf. Lc 2, 6-7). Confiada en su esposo José, llevó a Jesús a Egipto para salvarlo de la persecución de Herodes (cf. Mt 2, 13-15). Con la misma fe siguió al Señor en su predicación y permaneció con él hasta el Calvario (cf. Jn19, 25-27). Con fe, María saboreó los frutos de la resurrección de Jesús y, guardando todos los recuerdos en su corazón (cf. Lc 2, 19.51), los transmitió a los Doce, reunidos con ella en el Cenáculo para recibir el Espíritu Santo (cf. Hch 1, 14; 2, 1-4).
Por la fe, los Apóstoles dejaron todo para seguir al Maestro (cf. Mt 10, 28). Creyeron en las palabras con las que anunciaba el Reino de Dios, que está presente y se realiza en su persona (cf.Lc 11, 20). Vivieron en comunión de vida con Jesús, que los instruía con sus enseñanzas, dejándoles una nueva regla de vida por la que serían reconocidos como sus discípulos después de su muerte (cf. Jn 13, 34-35). Por la fe, fueron por el mundo entero, siguiendo el mandato de llevar el Evangelio a toda criatura (cf. Mc 16, 15) y, sin temor alguno, anunciaron a todos la alegría de la resurrección, de la que fueron testigos fieles.
Por la fe, los discípulos formaron la primera comunidad reunida en torno a la enseñanza de los Apóstoles, la oración y la celebración de la Eucaristía, poniendo en común todos sus bienes para atender las necesidades de los hermanos (cf. Hch 2, 42-47).
Por la fe, los mártires entregaron su vida como testimonio de la verdad del Evangelio, que los había trasformado y hecho capaces de llegar hasta el mayor don del amor con el perdón de sus perseguidores.
Por la fe, hombres y mujeres han consagrado su vida a Cristo, dejando todo para vivir en la sencillez evangélica la obediencia, la pobreza y la castidad, signos concretos de la espera del Señor que no tarda en llegar. Por la fe, muchos cristianos han promovido acciones en favor de la justicia, para hacer concreta la palabra del Señor, que ha venido a proclamar la liberación de los oprimidos y un año de gracia para todos (cf. Lc 4, 18-19).
Por la fe, hombres y mujeres de toda edad, cuyos nombres están escritos en el libro de la vida (cf.Ap 7, 9; 13, 8), han confesado a lo largo de los siglos la belleza de seguir al Señor Jesús allí donde se les llamaba a dar testimonio de su ser cristianos: en la familia, la profesión, la vida pública y el desempeño de los carismas y ministerios que se les confiaban.
También nosotros vivimos por la fe: para el reconocimiento vivo del Señor Jesús, presente en nuestras vidas y en la historia.
14. El Año de la fe será también una buena oportunidad para intensificar el testimonio de la caridad. San Pablo nos recuerda: «Ahora subsisten la fe, la esperanza y la caridad, estas tres. Pero la mayor de ellas es la caridad» (1 Co 13, 13). Con palabras aún más fuertes —que siempre atañen a los cristianos—, el apóstol Santiago dice: «¿De qué le sirve a uno, hermanos míos, decir que tiene fe, si no tiene obras? ¿Podrá acaso salvarlo esa fe? Si un hermano o una hermana andan desnudos y faltos de alimento diario y alguno de vosotros les dice: “Id en paz, abrigaos y saciaos”, pero no les da lo necesario para el cuerpo, ¿de qué sirve? Así es también la fe: si no se tienen obras, está muerta por dentro. Pero alguno dirá: “Tú tienes fe y yo tengo obras, muéstrame esa fe tuya sin las obras, y yo con mis obras te mostraré la fe”» (St 2, 14-18).
La fe sin la caridad no da fruto, y la caridad sin fe sería un sentimiento constantemente a merced de la duda. La fe y el amor se necesitan mutuamente, de modo que una permite a la otra seguir su camino. En efecto, muchos cristianos dedican sus vidas con amor a quien está solo, marginado o excluido, como el primero a quien hay que atender y el más importante que socorrer, porque precisamente en él se refleja el rostro mismo de Cristo. Gracias a la fe podemos reconocer en quienes piden nuestro amor el rostro del Señor resucitado. «Cada vez que lo hicisteis con uno de estos, mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis» (Mt 25, 40): estas palabras suyas son una advertencia que no se ha de olvidar, y una invitación perenne a devolver ese amor con el que él cuida de nosotros. Es la fe la que nos permite reconocer a Cristo, y es su mismo amor el que impulsa a socorrerlo cada vez que se hace nuestro prójimo en el camino de la vida. Sostenidos por la fe, miramos con esperanza a nuestro compromiso en el mundo, aguardando «unos cielos nuevos y una tierra nueva en los que habite la justicia» (2 P 3, 13; cf. Ap 21, 1).
15. Llegados sus últimos días, el apóstol Pablo pidió al discípulo Timoteo que «buscara la fe» (cf. 2 Tm 2, 22) con la misma constancia de cuando era niño (cf. 2 Tm 3, 15). Escuchemos esta invitación como dirigida a cada uno de nosotros, para que nadie se vuelva perezoso en la fe. Ella es compañera de vida que nos permite distinguir con ojos siempre nuevos las maravillas que Dios hace por nosotros. Tratando de percibir los signos de los tiempos en la historia actual, nos compromete a cada uno a convertirnos en un signo vivo de la presencia de Cristo resucitado en el mundo. Lo que el mundo necesita hoy de manera especial es el testimonio creíble de los que, iluminados en la mente y el corazón por la Palabra del Señor, son capaces de abrir el corazón y la mente de muchos al deseo de Dios y de la vida verdadera, ésa que no tiene fin.
«Que la Palabra del Señor siga avanzando y sea glorificada» (2 Ts 3, 1): que este Año de la fehaga cada vez más fuerte la relación con Cristo, el Señor, pues sólo en él tenemos la certeza para mirar al futuro y la garantía de un amor auténtico y duradero. Las palabras del apóstol Pedro proyectan un último rayo de luz sobre la fe: «Por ello os alegráis, aunque ahora sea preciso padecer un poco en pruebas diversas; así la autenticidad de vuestra fe, más preciosa que el oro, que, aunque es perecedero, se aquilata a fuego, merecerá premio, gloria y honor en la revelación de Jesucristo; sin haberlo visto lo amáis y, sin contemplarlo todavía, creéis en él y así os alegráis con un gozo inefable y radiante, alcanzando así la meta de vuestra fe; la salvación de vuestras almas» (1 P1, 6-9). La vida de los cristianos conoce la experiencia de la alegría y el sufrimiento. Cuántos santos han experimentado la soledad. Cuántos creyentes son probados también en nuestros días por el silencio de Dios, mientras quisieran escuchar su voz consoladora. Las pruebas de la vida, a la vez que permiten comprender el misterio de la Cruz y participar en los sufrimientos de Cristo (cf.Col 1, 24), son preludio de la alegría y la esperanza a la que conduce la fe: «Cuando soy débil, entonces soy fuerte» (2 Co 12, 10). Nosotros creemos con firme certeza que el Señor Jesús ha vencido el mal y la muerte. Con esta segura confianza nos encomendamos a él: presente entre nosotros, vence el poder del maligno (cf. Lc 11, 20), y la Iglesia, comunidad visible de su misericordia, permanece en él como signo de la reconciliación definitiva con el Padre.
Confiemos a la Madre de Dios, proclamada «bienaventurada porque ha creído» (Lc 1, 45), este tiempo de gracia.
Dado en Roma, junto a San Pedro, el 11 de octubre del año 2011, séptimo de mi Pontificado.

BENEDICTO XVI
 
[1] Homilía en la Misa de inicio de Pontificado (24 abril 2005): AAS 97 (2005), 710.  [2] Cf. Benedicto XVI, Homilía en la Misa en Terreiro do Paço, Lisboa (11 mayo 2010), enL’Osservatore Romano ed. en Leng. española (16 mayo 2010), pag. 8-9.
[3] Cf. Juan Pablo II, Const. ap. Fidei depositum (11 octubre 1992): AAS 86 (1994), 113-118.
[4] Cf. Relación final del Sínodo Extraordinario de los Obispos (7 diciembre 1985), II, B, a, 4, en L’Osservatore Romano ed. en Leng. española (22 diciembre 1985), pag. 12.
[5] Pablo VI, Exhort. ap. Petrum et Paulum Apostolos, en el XIX centenario del martirio de los santos apóstoles Pedro y Pablo (22 febrero 1967): AAS 59 (1967), 196.
[6] Ibíd., 198.
[7] Pablo VI, Solemne profesión de fe, Homilía para la concelebración en el XIX centenario del martirio de los santos apóstoles Pedro y Pablo, en la conclusión del “Año de la fe” (30 junio 1968):AAS 60 (1968), 433-445.
[8] Id., Audiencia General (14 junio 1967): Insegnamenti V (1967), 801.
[9] Juan Pablo II, Carta ap. Novo millennio ineunte (6 enero 2001), 57: AAS 93 (2001), 308.
[10] Discurso a la Curia Romana (22 diciembre 2005): AAS 98 (2006), 52.
[11] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 8.
[12] De utilitate credendi, 1, 2.
[13] Cf. Agustín de Hipona, Confesiones, I, 1.
[14] Conc. Ecum. Vat. II, Const. Sacrosanctum Concilium, sobre la sagrada liturgia, 10.
[15] Cf. Juan Pablo II, Const. ap. Fidei depositum (11 octubre 1992): AAS 86 (1994), 116.
[16] Sermo215, 1.
[17] Catecismo de la Iglesia Católica, 167.
[18] Cf. Conc. Ecum. Vat. I, Const. dogm. Dei Filius, sobre la fe católica, cap. III: DS 3008-3009; Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum, sobre la divina revelación, 5.
[19] Discurso en el Collège des Bernardins, París (12 septiembre 2008): AAS 100 (2008), 722.
[20] Cf. Agustín de Hipona, Confesiones, XIII, 1.
[21] Juan Pablo II, Const. ap. Fidei depositum (11 octubre 1992):AAS 86 (1994), 115 y 117.
[22] Cf. Id., Carta enc. Fides et ratio (14 septiembre 1998) 34.106: AAS 91 (1999), 31-32. 86-87.
 http://www.vatican.va/holy_father/benedict_xvi/motu_proprio/documents/hf_ben-xvi_motu-proprio_20111011_porta-fidei_sp.html